Castilla, Juana de, o Juana la Beltraneja (1462-1530).
Princesa castellana,
hija del rey Enrique IV, y de su
segunda esposa, Juana de Portugal. Nació
en Madrid, el 28 de febrero de 1462, y falleció en Lisboa, el 28
de julio de 1530. En la historiografía medieval, y también en general, es más
conocida por el apodo de Juana la
Beltraneja, debido a que las supuestas relaciones adúlteras
mantenidas por su madre con el duque de Alburquerque,Beltrán de la Cueva, así
como la dudosa virilidad de su padre, hicieron recaer las sospechas de
paternidad en el aristócrata castellano, y no en el monarca. Este argumento fue
hábilmente utilizado por la nobleza contraria a la legitimidad descendente de Enrique
IV para apartarla de la sucesión y elevar, en su lugar, a su tía Isabel, hermana de
Enrique. La consolidación del apodo beltraneja,
no obstante, procede de la historiografía del siglo XIX, ya que en las fuentes
documentales de la época es más frecuente su denominación como Juana la Beltranica.
El análisis de su
biografía y el contexto histórico en que se inserta supone uno de los puntos
más atractivos y polémicos de la historia bajomedieval castellana, por tratarse
de un momento en que la maquinaria propagandística, a favor de uno u otro
bando, muestra bien claramente el alto grado de intervención de este recurso en
caso de crisis de legitimidad dinástica, e incluso de crisis general, como fue,
en líneas globales, el convulso reinado de Enrique IV. Y, como muestra de que
el terreno es movedizo, la primera polémica se establece desde el principio,
desde el propio nacimiento de la infanta.
Juana nació en
Madrid, en fecha desconocida, pero en los primeros días del recién estrenado
año de 1462. Al lado de la reina Juana, los principales consejeros de su padre,
Enrique IV, como Enrique Enríquez, conde
de Alba de Liste, Gonzalo de Saavedra, comendador de Santiago, y Juan Pacheco, marqués de
Villena. El poderoso noble, privado de Enrique IV, aparecía así vinculado a
Juana desde su nacimiento, ya que también ejerció como padrino (junto con la
tía de la recién nacida, la futura Reina Católica) en el bautizo, oficiado por
Pedro Carrillo, arzobispo de Toledo, y realizado en la capilla real del Palacio
matritense. A los pocos meses del feliz natalicio, comenzaron los preparativos
para convocar a las Cortes del reino con el objetivo de que jurasen a la
princesa heredera del trono. El acto se celebró en Madrid, el 9 de mayo de ese
mismo año; es importante destacar que, desde este momento, comenzaron a
aparecer las dudas sobre la paternidad de Juana, dudas que, como ha demostrado
sucintamente T. de Azcona (Juana de Castilla, pp. 21-24), se deben
específicamente a la interesada acción con que el marqués de Villena, guiado
por su ambición de poder, quería minimizar la elevación a los puestos de
privilegio de su gran rival, Beltrán de la Cueva, entonces conde de Ledesma.
Villena, privado de Enrique IV desde que éste fuera príncipe de Asturias, acabó
por unir los cabos que presentaron a Juana como el fruto adúltero de los
encuentros de reina y conde.
Ciertamente, el bulo
no se hubiese propagado ni hubiera cobrado tanta fuerza de no ser por la
especial idiosincrasia de Enrique IV. Siendo su reinado una de las acotaciones
medievales que cuentan con mayor número de información cronística, se trata,
por contra, de uno de los más desconocidos reyes; en primer lugar, porque la
brillantez del posterior gobierno de los Reyes Católicos eclipsó su propio
devenir, contando también con que su hermana Isabel se preocupó mucho de borrar
cualquier imagen positiva del reinado de Enrique. Por si ello fuese poco, su
extraño carácter, hosco y huraño, amante de la música y de los bosques, hizo
circular un sinfín de rumores a su alrededor que, por mor del interés político,
fueron convertidos en verdades por nobles contrarios y cronistas enemigos,
datos conocidos por los historiadores para calibrar el nivel de contaminación
de las noticias de su reinado. No obstante, las propias acciones del monarca
crearon el caldo de cultivo necesario para que la desconfianza hacia su
virilidad fuese afirmada por todos. Su primer matrimonio, con la princesa Blanca de Navarra (celebrado en 1444), fue el
inicio de habladurías que, incluso, llegaron a la lírica popular por medio de
coplillas. El cronista Diego de Valera expresa así en su Memorial el hecho: "El Rey y la
Reina durmieron en una cama, y la Reina quedó tan entera como venía, de que no
pequeño enojo se recibió de todos." (Recogido en Marañón, op. cit.,
pp. 64-65).
La falta de
consumación del primer matrimonio inició la leyenda sobre la impotencia de
Enrique IV, de tal modo que incluso su apodo regio, el Impotente,
ha dependido de ella. Los testimonios coetáneos, lógicamente, invitan a la
duda. Los partidarios de Enrique disculparon al monarca y culparon a doña
Blanca, alegaron que, anteriormente, el rey había tenido contactos carnales
satisfactorios con otra mujeres; otro de los razonamientos ofrecidos fue,
incluso, el de que Enrique estaba hechizado. El debate sobre la paternidad de
Juana fue tan sesudo que, hacia 1930, el ilustre médico español, Gregorio Marañón, y el
arqueólogo Manuel Gómez-Moreno,
exhumaron el cadáver de Enrique IV, sepultado en la cripta del monasterio de
Guadalupe, para analizar biológicamente sus posibles disfunciones. El ensayo
del doctor Marañón concluía con que, en el plano medicinal, Enrique IV podía
tener diagnósticos como "displásico eunucoide con reacción acromegálica,
esquizoide, con tendencias homosexuales" (op. cit., p. 11).
Otra de las razones
esgrimidas para negar la paternidad de Enrique IV sobre la infanta fueron los
constantes escarceos amorosos fuera del matrimonio vividos por la reina Juana.
En efecto, las crónicas recogen el nombre de varios amantes de la reina, como
Pedro de Castilla, bisnieto de Pedro I el Cruel, y es
probable que el propio Beltrán de la Cueva ocupase en ocasiones un tálamo regio
que, a la sazón, estaba poco atendido por Enrique IV. A pesar de ello, la
infidelidad conyugal de los monarcas era un fenómeno frecuente en la época y no
tan mal visto como la moral cristiana imperante podía hacer pensar, con lo que
tampoco conviene sacar de quicio las costumbres regias. En definitiva, y a
pesar de todos los argumentos emitidos, no existe ninguna prueba concluyente
acerca de que Juana fuera hija ilegítima; los defensores de la paternidad de
Enrique IV, con T. de Azcona a la cabeza, piensan que las sospechas fueron
exageradas por la facción contraria al rey castellano para apartar de la
sucesión a Juana, pues la ausencia de documentos al respecto (destruidos
posteriormente) es una buena prueba de que, efectivamente, no interesaba que se
supiese la verdad.
Resulta difícil
calibrar en qué medida pudieron afectar estos rumores en la vida de la princesa
Juana, pues la ausencia de documentación impide reconstruir su infancia y
juventud con una precisión historiográfica mínima. En este sentido, hay que
destacar que la parquedad documental sobre sus primeros años, como ha destacado
T. de Azcona, induce a la sospecha, pues existe constancia de textos relativos
a la educación de los príncipes de época anterior y posterior, excepto en el
caso de Juana, lo que, al menos como hipótesis, implica que la documentación
fue destruida posteriormente. En cualquier caso, el clima de tensión larvada
entre las diferentes facciones nobiliarias, principalmente por quienes,
siguiendo las intrigas del marqués de Villena, se mostraron totalmente
contrarios al paulatino pero imparable ascenso de Beltrán de la Cueva, acabaron
por estallar con violencia en 1465, cuando Juana contaba con apenas tres años.
Al parecer, el desencadenante fue la insistencia en que Enrique IV declarase
como heredero a su hermano, el infante Alfonso; Enrique IV, a
finales de 1464, se había mostrado dispuesto a ello, pero a condición de que
Alfonso casase con su hija, Juana. La rotunda negativa nobiliaria desencadenó
los acontecimientos de manera precipitada: el 5 de junio de 1465, los nobles
confabulados contra Enrique depusieron a una imagen del rey en el cadalso
abulense, espectáculo llamado comúnmente como Farsa de Ávila, y elevaron al
trono al príncipe Alfonso. La tensión entre facciones daba paso a un verdadero
interregno, con enfrentamientos civiles incluidos, en el que, durante tres
años, dos monarcas se disputaron, de manera fratricida, la obediencia del reino
castellano.
El estigma de la
ilegitimidad de Juana vivió en esta época uno de los momentos más álgidos; el cronista Alonso de Palencia,
encarnizado enemigo dialéctico de Enrique IV, no dudaba en acusar a la
indolencia regia con su favorito como el mal que afectaba al reino, como se
recoge en este texto que, además, también representa un hito importante: por
vez primera se expresaba en términos serios lo que, hasta 1465, sólo habían
sido habladurías y tema de coplas procaces (recogido por Azcona,Juana de
Castilla, p. 29):
[Beltrán de la Cueva] "ha deshonrado vuestra
persona e casa real, ocupando las cosas solamente a vuestra alteza debidas, e
procurando con vuestra altesa que feciese jurar por primogénita heredera a doña
Johana, llamándola princesa, non lo seyendo, pues a vuestra alteza e a él es
bien manifiesto ella non ser hija de vuestra señoría."
Tras el fallecimiento
de Alfonso el
Inocente en
1468, los contactos entre las dos facciones nobiliarias que habían alentado el
conflicto civil se incrementaron, con el objetivo de pactar una tregua
conveniente para un hipotético reino que, en realidad, estaba representado por
intereses nobiliarios. En estas conversaciones, curiosamente, el personaje que
intentó llevar la voz cantante fue, cómo no, el marqués de Villena, uno de los
artífices del Pacto de los Toros de Guisando (1468), en el que Enrique IV, ante
la presión nobiliaria, excluyó de la sucesión a la infanta Juana y proclamó
heredera a su hermana Isabel. Desde ese preciso instante, la suerte de Juana
estaba echada en relación a sus aspiraciones al trono.
Es bastante posible
que Enrique IV se apercibiese pronto del gravísimo error cometido, pero la
consolidación del programa político de Isabel, así como la profunda antipatía
que respetaba el infausto rey, alentada convenientemente por la propaganda
ideológica del sector nobiliario contrario a su gobierno, hicieron de Juana una
opción secundaria y denostada en el devenir histórico de Castilla. Casi al
mismo tiempo en que el telón de Guisando cercenaba las oportunidades de la
infanta, Enrique IV comenzó a negociar el matrimonio de su hermana Isabel con
el rey de Portugal, Alfonso V. En estas negociaciones
se introdujo una cláusula interesante, según la cual si Isabel se negaba,
Enrique apoyaría una invasión portuguesa de Castilla, a cambio de que Alfonso V
se comprometiese a casarse con su hija Juana. Con ello, el monarca pretendía
jugar a dos bandas, Isabel y Juana, "la primera, impuesta por la
oligarquía nobiliaria en Guisando; la segunda, dictada por la voz de la sangre"
(De Azcona, Juana
de Castilla, p. 33). Evidentemente, y obviando la compleja
disquisición sobre la paternidad, al menos sí existió en la voluntad de Enrique
IV reparar el error cometido en Guisando, y no alejar del todo las
posibilidades de sucesión de la infanta. Pero para ello era necesaria una
concordia que no se produjo: Isabel, contraviniendo las especificaciones del
tratado de Guisando, se casó con el rey de Sicilia y heredero de Aragón, Fernando, y Enrique IV
reaccionó a la afrenta intentando desandar lo andado, pues devolvió a su hija,
el 26 de octubre de 1469, la condición de princesa heredera, con lo que hacía
inevitable el enfrentamiento entre tía y sobrina.
Piénsese, de todas
formas, que en 1469 Juana tenía únicamente siete años, por lo que todos estos
planes se realizaban sin su conocimiento directo. De hecho, los proyectos de
boda fracasados fueron una de las constantes de su vida: tras el primero, y
poco conocido en líneas generales, con Alfonso V, el mismo día de la devolución
de su calidad de princesa, embajadores de Luis XI, Rey de Francia,
sellaban con Enrique IV el compromiso matrimonial que la unía a Carlos, duque de Guyena,
y hermano del monarca galo. Algunos años después, en 1473, Enrique IV, en una
muestra de su caprichoso devenir con el futuro de su hija, se había olvidado
del pacto castellano-francés, con la consiguiente merma de relaciones entre
ambas monarquías, y entablaba negociaciones para casar a Juana con el infante
Enrique de Aragón, más conocido con el apelativo de Enrique Fortuna,
sobrino de Juan II de Aragón. Pero
de nuevo los intereses nobiliarios se interpondrían en el futuro de la infanta,
dejando para la anécdota histórica estos matrimonios por poderes.
La ya de por sí débil
relación sentimental existente entre Enrique IV y su esposa, la reina Juana, se
rompió prácticamente por completo a raíz de que el monarca excluyese a la hija
de la reina (al menos eso es seguro) de la sucesión al trono. Así, desde 1468,
madre e hija vivieron un devenir itinerante por diversos lugares castellanos
evitando al rey, que sentía especial predilección por su palacio segoviano. La
fortaleza extremeña de Alaejos y la villa toledana de Escalona fueron los
asentamientos más habituales de ambas Juanas; en todo momento, la custodia
recayó en manos de agentes que, en mayor o menor grado, simpatizaban con su
causa, pero todos ellos eran afines al marqués de Villena, como Diego de
Ribera, Fernando Gómez de Ayala o el obispo de Burgos, Luis de Acuña. Y, en
este sentido, Villena no estaba dispuesto a que su ascendente se eclipsara, con
lo que, teniendo como arma la custodia de la infanta, retomó uno de los
múltiples caminos iniciados por Enrique IV, concretamente, el de casar a la
princesa con Alfonso V de Portugal. Curiosamente, para este plan contó con la
ayuda de su antiguo enemigo, nada menos que Beltrán de la Cueva; ambos, como
toda la nobleza y, en general, el pueblo de Castilla, se habían cansado ya de
los caprichos del rey. Pese a ello, nuevos acontecimientos variarían todavía
más el rumbo de la todavía infantil princesa: la muerte (1474), con escasos
meses de diferencia, del marqués de Villena y del propio Enrique IV, sin
testamento, sin disposiciones de precaución, y sin nada más firme que la
promesa de boda con Alfonso V, avalada por la evidente capacidad militar de
éste.
Conforme al pacto de
los Toros de Guisando, Isabel fue proclamada reina de Castilla en Segovia, a
las pocas horas del fallecimiento de su hermano, pero todavía quedaba pendiente
el futuro de Juana. Fallecido Villena, la posición de preeminencia en la casa
de la infanta había sido ocupada por el hijo de aquél, Juan Téllez Girón, conde
de Ureña, ayudado por el omnipresente Beltrán de la Cueva y por algunos otros
caballeros, en especial Álvaro de Estúñiga, duque de Arévalo. El matrimonio de
Juana con su tío, el monarca portugués, fue la empresa a la que con más ahínco
se dedicaron. Alfonso entró en Castilla en marzo de 1475, a pesar de las
advertencias de Isabel y Fernando acerca de considerar este acto como el inicio
de hostilidades bélicas. Pero la confianza en la jugada era máxima, sobre todo
después de que el 29 de mayo de 1475, en la conocida Casa de las Argollas de la extremeña villa de
Plasencia, Juana y Alfonso contrajesen un matrimonio que, por el parentesco
entre los cónyuges, exigió la aprobación pontificia mediante dos bulas,
emitidas en 1477 y 1478. Pero, reconocido canónicamente el matrimonio, sus
beneficiarios comenzaron a intitularse "Reyes de Castilla y Portugal",
lo que resucitó el precedente de gobernación bicéfala acontecido entre los
hermanos Enrique y Alfonso. Era evidente que la cuestión ya sólo podía
dirimirse en el campo de batalla.
Lo que la
historiografía de la época, y también la más reciente, ha denominado como
guerra entre Castilla y Portugal fue, en realidad, una guerra civil encubierta,
enfrentamiento en el que estaba en juego quién había de ceñir la corona
castellana y en la que el elemento luso estaba presente por la obligada defensa
de sus intereses matrimoniales. Pero la prueba de su componente fratricida está
en que muchos nobles castellanos pelearon no a favor de Alfonso V, sino a favor
de Juana, a la que consideraban legítima heredera. Ésta, ajena por completo a
las batallas militares, vivió prácticamente a la carrera entre 1478 y 1479, en
que la derrota de Alfonso V en la batalla de Toro significó la defección de su
causa, la retirada del monarca portugués, y el paulatino abandono del apoyo
nobiliario y militar a su legitimidad. Refugiada en Portugal, Juana, además de
resultar perdedora, comenzó a ser tratada como desertora por la eficaz
propaganda isabelina, cuya maquinaria había marcado su devenir. El tratado de Alcáçovas
(4 de septiembre de 1479), y las inherentes tercerías de Moura, en que los
estados en guerra firmaban la paz general, sólo planteaban dos opciones para
Juana: esperar a que el recientemente nacido príncipe Juan, contase con
catorce años para desposarse con él, o bien ingresar como monja en una
institución portuguesa, y renunciar a los títulos y derechos que, sobre la
corona de Castilla, le asistían. La infanta Juana debió valorar los
sufrimientos padecidos en sus escasos dieciocho años de manera unidireccional,
pues eligió la vía religiosa, creyendo así encontrar una paz que se le había
negado en la vida seglar.
Juana entró en el
monasterio de Santa Clara de Santarém el 5 de noviembre de 1479, donde profesó
el año de noviciado obligatorio, para ser después enclaustrada en el monasterio
de Santa Clara a Velha de Coimbra, lugar en el que viviría hasta los albores de
1500. Gracias a su temprana vinculación con Portugal se han conocido algunos
detalles más de su personalidad, pues la historiografía lusa, tanto de su época
(principalmente el cronista Rui de Pina) como posterior, han ofrecido a la
infanta lo que la historiografía castellana no ha hecho. Como ejemplo, el que
exigiera, durante su vida, utilizar la titulación de "Reina de
Castilla", a pesar de la expresa prohibición de Alcáçovas sobre ello, o
bien el apodo de A
Excelente freiraque recibió de sus compañeras de fatigas espirituales,
transformado más tarde en el tópico A
Excelente Senhora por
el cronista Rui de Pina, en cuyas páginas se desprende una enorme simpatía por
la enigmática religiosa. Isabel se cuidó mucho de vigilar el correcto
cumplimiento de la extraña profesión de fe de su sobrina, teniendo
constantemente a agentes castellanos en las cercanías de Coimbra, además de
exigir del sucesor de Alfonso V en el trono luso, Juan II, continuas
garantías de que bajo ningún concepto Juana abandonaría su religiosa prisión de
Coimbra.
Ni siquiera el
abandono mundano acabó con los frustrados proyectos matrimoniales edificados
alrededor de la princesa castellana. Poco antes de la entrada en Santarém,
embajadores de Luis XI de Francia propusieron el matrimonio entre Juana y el
delfín Carlos, pensando en una fructífera alianza castellano-gala. El propio
Juan II de Portugal estuvo inclinado varias veces a repudiar a su mujer, la
reina Leonor, para encender de
nuevo la polémica con Castilla, y tomar como nueva esposa a la clarisa de
Coimbra. Sólo el matrimonio entre su hijo y heredero, el príncipe Alfonso, con la hija de
los Reyes Católicos, la princesa Isabel (1490) puso fin a este intento.
En los años finales del siglo XV, el rey de Navarra Francisco Febo, en un
desesperado intento de salvar su reino de las aspiraciones de anexión, volvió a
reclamar a la clarisa castellana para matrimonio. Aún hubo una más inverosímil
petición matrimonial: la del propio Fernando el Católico,
viudo de Isabel desde 1504, que no dudó en reclamar a su sobrina para
desposarla y, de esta forma, recuperar la obediencia de Castilla, en manos de Felipe el Hermoso, y la
otra Juana desdichada desde el fallecimiento
de la reina Isabel. Pero la inusual monja clarisa, desplazada al palacio de la
Alcazaba lisboeta desde los primeros años de 1500, hizo oídos sordos a estas
proposiciones. En la capital lusa había vuelto a gozar de algunos privilegios,
como el de tener su propia corte y su propio servicio, y poder seguir
titulándose como la "reina de Castilla" que nunca llegó a ser. Alabada
por sus coetáneos portugueses gracias a su profundo sentido piadoso, falleció
en Lisboa el 28 de julio de 1530.
Como es lógico
adivinar a través de la exposición de estas líneas, la polémica ha presidido
cualquier mención a la princesa Juana a lo largo de la historiografía de todos
los tiempos. Dejando de lado la controversia sobre su legitimidad, la debilidad
y la condición variable de Enrique IV hace posible emparejar, en sus
consecuencias negativas, a Alfonso el
Inocente y a
Juana, manejados al antojo de una clase nobiliaria que, con la aquiescencia del
monarca, sometía a los mismos vaivenes a todo el reino. Una vez desaparecidos
del mapa el marqués de Villena y Enrique IV, lo cierto es que las dudas se
ciernen sobre la gran beneficiada de la situación, que no fue otra que Isabel la Católica.
De acuerdo con T. de Azcona, la reina Isabel protegió los intereses firmados en
Guisando, pero esa misma protección significó daños lesivos para la legitimidad
de su hermana; Mª I. del Val, por contra, defiende que la legitimidad estaba en
manos de Isabel desde el pacto de 1468, mientras que Juana era únicamente la
excusa de parte de la nobleza para plantear al máximo nivel político su
diferente perspectiva de gobierno. Lo único cierto es que, aunque el estigma de la Beltraneja era anterior a Isabel, ésta se
preocupó de mantenerlo encendido durante la pugna para, poco después, apagar
definitivamente la documentación que podría ofrecer la verdad objetiva, sin que
por ello se deba realizar mácula alguna sobre los extraordinarios logros de su
reinado. En esencia, el debate se establece en saber si, conforme a las
estructuras clásicas de la Historia, Isabel la
Católica, después del pacto de los Toros de Guisando, era la
legítima heredera del trono, o si la baza de Juana fue relegada por el común
acuerdo entre la más poderosa facción nobiliaria isabelina, pero siempre con el
beneplácito de ésta. La realidad objetiva, posiblemente, esté en ambas
afirmaciones contrapuestas, sin que una deba primar por encima de la otra.
Un último apunte a
realizar tiene como motivo la más sorprendente decisión tomada propiamente por
Juana: la opción religiosa. Es humanamente comprensible que los nulos
escrúpulos políticos de monarquía y nobleza castellana hubiesen causado daño en
la joven princesa, por lo que se podría establecer la razón principal de su
entrada en la orden clarisa como una práctica del tan medieval de contemptu mundi,
esto es, el 'desprecio del mundo'. Sin embargo, recientes investigaciones
efectuadas desde la metodología de historia de género han presentado como
estructura alternativa una cierta opción de rebeldía femenina, avalada por la
inmensa cantidad de mujeres que, ante una tesitura matrimonial indeseada,
optaban por el ingreso religioso como medio de mostrar su disconformidad ante
el papel que la sociedad les había reservado. Posiblemente, al igual que en la
polémica anterior, los dos componentes hayan estado detrás, en idéntica
proporción, de la decisión más controvertida tomada por la Excelente Señora,
un apodo mucho más justo y acertado que el pseudofilial adjetivo beltranejo con que ha pasado a la Historia
la princesa Juana de Castilla.
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