Carlos I. Rey de España y Carlos V. Emperador de
Alemania (1500-1558)
Emperador del Imperio Germánico y Rey de España,
nacido en Gante el 24 de febrero de 1500 y muerto en Yuste el 21 de septiembre
de 1558.
Retrato
del Emperador Carlos V con su perro. Tiziano
Hijo de Felipe
el Hermoso y de Juana
I de Castilla, era nieto del emperadorMaximiliano
I y María
de Borgoña, y de los Reyes Católicos. Gracias a un complejo entramado de
relaciones dinásticas, en Carlos confluyó una magnífica herencia territorial
que le convirtió en el soberano más importante de la Cristiandad. De
Maximiliano I recibió la herencia patrimonial de la Casa
de Habsburgo, la posibilidad de convertirse en Emperador del Imperio
Germánico, los territorios del Tirol, las regiones de Kitzbühel, Kufstein,
Rathenberg y el condado de Gorizia; De María de Borgoña, heredó los territorios
patrimoniales de Borgoña, que incluía los Países Bajos, el Franco Condado, el
Artois y los condados de Nevers y Rethel; de Fernandoel Católico,
recibió los territorios de la Corona de Aragón y las posesiones italianas
vinculadas; mientras que de Isabel la Católica, recibió los
territorios castellanos, norteafricanos y americanos de la Monarquía Católica.
El
emperador Maximiliano de Austria y su familia.
A lo largo de su reinado, Carlos viajó de un
extremo al otro de sus dominios y combatió en innumerables campos de batalla.
Permaneció poco tiempo en un mismo lugar y nunca tuvo una Corte estable, pero
supo rodearse de importantes pensadores, artistas y hombres de ciencia.
Carlos contrajo matrimonio en 1526 con Isabel
de Portugal, la cual falleció en 1539. Pese a que el Emperador aún vivió
veinte años más nunca volvió a casarse. De este matrimonio nacieron cinco
hijos, de los cuales sólo el príncipe Felipe y
las princesas María y Juana llegaron
a la edad adulta. Además de estos, Carlos tuvo una hija de una relación
anterior a su matrimonio, Margarita
de Parma, y, ya viudo, un hijo, Juan de
Austria.
En 1516, tras la muerte de Fernando
el Católico, Carlos se convirtió en el heredero legítimo de todos los
estados que habían pertenecido a los Reyes Católicos. El 17 de septiembre de
1517, Carlos de Gante llegó a España para hacerse cargo de sus dominios. El
nuevo rey, Carlos I, era un joven ignorante de las costumbres y del idioma de
sus súbditos, que además se presentaba rodeado de una corte de personajes
extranjeros. Dos años más tarde, en 1519, abandonó la península Ibérica para
dirigirse al Imperio Germánico, ya que había sido elegido Emperador. En
ausencia del Rey estallaron la revuelta comunera y las germanías. El 23 de
octubre de 1520 Carlos I fue coronado emperador como Carlos V.
A partir de este momento, Carlos V tuvo que hacer
frente a la inmensa responsabilidad de gobernar sobre los territorios más
extensos de la Cristiandad. Acometió la dirección de las conquistas en América
y la regularización del comercio con el Nuevo Continente, el cisma religioso
planteado por los protestantes, la amenaza creciente del poderío otomano, tanto
en el Mediterráneo como en el este de Europa, encabezado por Solimán
el Magnífico; y, sobre todo, la pugna por la supremacía europea con Francisco
I y Enrique
II de Francia. Para tan ingente labor, Carlos contó con la ayuda de
importantes personajes, entre los que destacaron el canciller Gattinara y
el secretario Francisco
de los Cobos.
En 1555 abdicó en el príncipe Felipe el gobierno de
Flandes y el 16 de enero de 1556 el resto de sus territorios, a excepción de la
corona imperial que pasó a su hermanoFernando.
Carlos se retiró a Yuste, donde residió hasta su muerte en 1558.
Carlos nació en Gante el 24 de febrero de 1500,
fruto de la tempestuosa relación de Felipe el Hermoso y Juana
de Castilla, hijos respectivamente del emperador Maximiliano I y María
de Borgoña, y de Fernando el Católico e Isabel
la Católica. Diez días más tarde, el pequeño fue bautizado, siendo sus
padrinos Charles de Croy, príncipe de Chimay, y Margarita
de Austria, hermana de Felipe el Hermoso. Carlos era el segundo
hijo del matrimonio, siendo la primera Leonor
de Austria. Antes de que acabase el año 1500, Felipe el Hermoso había
convertido a su hijo en Duque de Luxemburgo y caballero de la Orden del Toisón
de Oro. Nada hacía pensar entonces que el pequeño Carlos llegaría a acumular
todos los títulos que posteriormente atesoró.
El 20 de julio de 1500 falleció el príncipe Miguel,
heredero de los Reyes Católicos y del Reino de Portugal, lo que abría la
sucesión de los Reyes Católicos a Felipe el Hermoso y a su
esposa Juana. En octubre de 1501 la pareja partió hacia España para recibir el
nombramiento oficial de príncipes de Asturias y por tanto convertirse en los
herederos legítimos de los Reyes Católicos. Los tres hijos que hasta entonces
habían tenido: Leonor, Carlos e Isabel,
quedaron en Flandes, lo que marcaría de forma importante los primeros años de
vida de los pequeños. En 1506 Juana y Felipe volvieron a ponerse en camino, ya
que la muerte de Isabel la Católica, en 1504, les había convertido
en los nuevos reyes de España. El 25 de septiembre de ese mismo año Felipe el
Hermoso falleció y poco después Juana fue encerrada en Tordesillas
ante los graves problemas mentales que padecía. Los hijos de la pareja (Leonor,
Carlos, Isabel, María,
Fernando y Catalina), a excepción de los más pequeños, Fernando y Catalina, los
demás habían quedado en Flandes bajo la custodia de su tía Margarita de
Austria, donde fueron educados sin la presencia de ninguno de sus progenitores.
Los cuatro niños se criaron en Flandes como huérfanos, por lo que desarrollaron
fuertes lazos entre ellos que perduraron a lo largo de toda su vida.
El 7 de octubre de 1506 el pequeño Carlos, con seis
años de edad, se convirtió en el nuevo Conde de Flandes y al año siguiente, su
tía Margarita fue nombrada regente de los Países Bajos. A partir de ese momento
la infancia de Carlos había terminado ante la urgencia de convertirlo en un
buen gobernante.
Entre 1507 y 1515 Carlos permaneció en Malinas,
donde se encontraba la Corte de su tía Margarita, acompañado de sus hermanas
Leonor, Isabel y María. Carlos creció en una de las Cortes más cultas de
Europa, en la que el francés era la lengua básica y en la que presumiblemente
también se hablaría flamenco. La Corte borgoñona se caracterizaba por un
ceremonial muy elaborado y riguroso, una vida social muy activa y la fuerte
influencia ideológica y espiritual de Erasmo
de Rotterdam. La Corte vivía entre continuos juegos caballerescos, jornadas
llenas de justas y banquetes que le daban un animado tono festivo que se
extendía a la sociedad entera. Una sociedad opulenta que gozaba de una
envidiable libertad para la época. En estas condiciones, la Corte era lugar de
refugio de un impresionante elenco de artistas e intelectuales entre los que
destacaban los hermanos Van Eyck y Erasmo de Rotterdam.
Erasmo
de Rotterdam. Hans Holbein.
Carlos tuvo una esmerada educación. En 1505 su
padre nombró como maestro del pequeño Carlos al español Luis de Vaca. Es
evidente que Felipe el Hermoso ya estaba preparando a su hijo
para que un día heredara la Monarquía Hispánica, máxime si se tiene en cuenta
que en estas fechas ya había fallecido Isabel la Católica. En 1511,
ya conde de Flandes, Carlos es puesto por la regente Margarita, bajo las enseñanzas
de Adriano
de Utrecht. Éste personaje se convirtió en uno de los más importantes de la
vida de Carlos y sin duda, en su profesor más influyente.
En 1509 Guillermo
de Croy, Señor de Chièvres, sucedió a su primo, el príncipe de Chimay, como
chambelán del conde Carlos. Chièvres se convertiría desde ese momento en uno de
los consejeros más importantes de Carlos y en pieza fundamental de su política.
El 5 de enero de 1515 Carlos fue declarado mayor de
edad, gracias a las gestiones que Chièvres realizó ante el emperador
Maximiliano. En ese momento acabó la regencia de su tía Margarita, y Carlos se
hizo con las riendas de los Países Bajos. Chièvres se convirtió entonces en el
privado de Carlos, el único que tendría en su vida. De los consejeros de
Margarita, Carlos conservó a Mercurio de Gattinara, otra de las piezas
fundamentales de su política.
Cuando Carlos se hizo cargo del Gobierno se produjo
un cambio fundamental en la política exterior, pasándose de la hostilidad que
Margarita había mantenido con Francia, a una alianza en toda regla. Esta
alianza fue sancionada en 1516 en el tratado de Noyon, por el que Carlos se
reconocía vasallo de Francia por sus señoríos de Flandes y Artois. Ese mismo
año, el 15 de enero, falleció Fernando el Católico, por lo que
Carlos se convirtió en el nuevo rey de España, situación que cambiaría
radicalmente su política y su vida.
Desde la muerte de Isabel la Católica en
1504, se había producido una lucha de poder entre los herederos. Fernando el
Católico, escudándose en el testamento de la Reina, trató de hacerse con el
control de los reinos, para lo que contaba con el apoyo de las Cortes; enfrente
tenía a la alta nobleza, deseosa de sacudirse el autoritarismo de los Reyes
Católicos y que apoyaba por tanto a Felipe el Hermoso y su
esposa Juana. La política francófila de Felipe, suponían una grave amenaza para
todo lo hecho por los Reyes Católicos, por lo que el enfrentamiento estaba
asegurado. Fernando tuvo que abandonar Castilla y refugiarse en Aragón, pero la
repentina muerte de Felipe y el estado de enajenación mental de Juana, dieron
un vuelco a la situación. A lo largo de 1506 la situación fue caótica ya que de
facto nadie gobernaba Castilla, Felipe estaba muerto, Fernando ausente en
Nápoles y Juana enloquecida ante la muerte de su esposo. En el verano de 1507
Fernando el Católico regresó a la península, encerró a su hija
en Tordesillas y se puso al frente de Castilla.
Entre 1508 y 1512 la actividad de Fernando el
Católico fue febril, ampliando sus territorios por el norte de África.
En 1512, aprovechando el enfrentamiento entre Francia, de quien era aliada
Navarra, y el Papado, Fernando el Católico se dispuso a
hacerse con el control de Navarra. El II
duque de Alba fue el encargado de conquistar el Reino de Navarra para
Fernando el Católico, aprovechando que el Papa había declarado
hereje a su rey. A partir de 1515, Navarra pasó a formar parte del Reino de
Castilla. Mientras tanto, las conquistas, exploraciones y descubrimientos se
sucedían en América, de la mano de personajes como Juan de
la Cosa, Alonso
de Ojeda, Vasco
Núñez de Balboa o Américo
Vespucio.
El 23 de enero de 1516 Fernando el Católico falleció
en Madrigalejo, de su matrimonio con Germana
de Foix no había nacido heredero alguno, por lo que Carlos de Gante se
convertía en el nuevo rey de España.
En los Países Bajos, la Corte, situada en Bruselas
desde que Carlos se hiciera con el Gobierno, había mandado a España a Adriano
de Utrecht para defender los intereses de Carlos. Esta medida venía justificada
por el temor a que Fernando el Católicodejara sus reinos a su nieto
Fernando, que había nacido en Castilla y que se había educado junto a él.
Adriano de Utrecht negoció hábilmente, de forma que logró que Fernando el
Católico reconociera a Carlos como su heredero a cambio de una
considerable ayuda económica y del compromiso de que el Rey Católico sería
reconocido como regente de Castilla mientras viviera, aún en el caso de que la
reina Juana falleciera antes.
El
cardenal Cisneros en Orán.
El testamento de Fernando el Católico estableció
que hasta que Carlos de Gante llegara a España, el cardenal Cisnerossería
el regente de Castilla y el arzobispo Alonso,
hijo natural del Rey, lo sería de Aragón (véase: España, Historia de (08):
1470-1558).
La muerte de Fernando el Católico dejó
a la Monarquía Hispánica en una complicada situación, amenazadas sus fronteras
por franceses y musulmanes, al tiempo que su integridad peligraba por las
ansias de riqueza y poder de las grandes familias nobiliarias. Cisneros fue
capaz de conjurar estos peligros durante el año largo que duró su regencia. No
obstante, cuando Carlos de Gante se dispuso a hacerse cargo de sus territorios
surgió otro problema de gran transcendencia. La reina legítima, pese a su
incapacidad, seguía siendo Juana I de Castilla, hasta el punto de que Fernando el
Católico, desde la muerte de Isabel, sólo tuvo en Castilla el título de
Gobernador. Carlos deseaba ser coronado rey, probablemente a instancia de
Chièvres, por lo que tuvo que idearse una fórmula legal que no violentara las
tradiciones y la justicia castellana. De este modo, se planteó la fórmula: Doña
Juana e don Carlos, su hijo, por la gracia de Dios reyes de Castilla, de León,
de Aragón...Cisneros tuvo que amenazar a los nobles, incluso con las armas,
para que aceptaran esta fórmula. Muchos historiadores han considerado este acto
como un auténtico golpe de Estado, pero es indiscutible que Carlos I siempre
encabezó los documentos regios primero con el nombre y título de su madre y
después con los suyos.
Antes de partir hacia España, Carlos de Gante tenía
que dejar todos los asuntos de Flandes bien resueltos, por eso se produjo la
firma del Tratado de Noyon el 13 de agosto de 1516. Finalmente, el 8 de
septiembre de 1517 Carlos de Gante, acompañado de lo más selecto de su Corte,
zarpó hacia España. La llegada a España no fue como estaba prevista, ya que una
tormenta alteró el rumbo de la flota y mientras las autoridades españolas
esperaban en Laredo, Carlos se presentó en Asturias, en el pequeño puerto de
Tazones, donde fue recibido de forma hostil por una población asustada que tomó
la flota por una escuadra enemiga.
Tras un largo viaje por el norte peninsular, la
comitiva regia se dirigió por tierra a Tordesillas, tanto por motivos
políticos, Carlos quería que su madre aprobara su idea de compartir el título
real, como por motivos sentimentales, tanto Carlos como su hermana Leonor
llevaban once años sin ver a su madre, además, no conocían a su hermana
pequeña, Catalina, que permanecía junto a Juana en Tordesillas; también estaba
el asunto de Felipe el Hermoso, cuyo cadáver permanecía insepulto
en el convento de Santa Clara de Tordesillas. Carlos pasó una semana junto a su
madre y sus hermanas, en el transcurso de la cual, Juana aceptó que Carlos
gobernara en su nombre, sin que ella perdiera título alguno. Posteriormente,
Carlos se ocupó de los funerales de su padre. Tras abandonar Tordesillas,
Carlos fue al encuentro de su hermano Fernando, al que tampoco conocía y en
torno al cual se había reunido la nobleza descontenta. En esos momentos, se
produjo la muerte de Cisneros, sin que llegase a producirse el encuentro con el
Rey. El encuentro entre Carlos y Fernando, fue todo un éxito de la diplomacia
carolina, ya que éste supo ganarse la fidelidad del infante Fernando y poner
así fin al peligro de guerra civil.
Una vez arreglados todos los asuntos de protocolo,
Carlos se dirigió con su comitiva hacia Valladolid. La entrada del cortejo real
en Valladolid fue apoteósica y en la ceremonia se quiso no sólo dar muestra de
poder sino además, evidenciar quien era el nuevo rey de España, Nápoles,
Sicilia, Cerdeña y los territorios americanos. Pese a todo ello, los recelos
entre los nobles castellanos y el pueblo no se apagaron. El pueblo vio en
Carlos un príncipe demasiado joven, extranjero y desconocedor de sus
costumbres, cierto es que Carlos ignoraba la lengua de sus nuevos súbditos y
prácticamente todo lo relacionado con sus nuevos dominios, además se había
presentado ante el pueblo rodeado de consejeros flamencos. En Valladolid, el
rechazo a los nobles flamencos era notorio, sobre todo debido a que Carlos I
había concedido a sus compatriotas una serie de mercedes que los castellanos
juzgaban desproporcionadas. Todos los nobles del cortejo de Carlos habían
recibido importantes puestos en la administración de los reinos peninsulares,
pero lo que más enfadó al pueblo fue que el nuevo rey nombrase a Guillermo de
Croy, un joven de 17 años, como sustituto de Cisneros en el Arzobispado de
Toledo.
En un tenso ambiente, Carlos I aprovechó su
estancia en Valladolid para convocar las primeras Cortes de su reinado, era el
9 de febrero de 1518. En estas Cortes se produjo el primer enfrentamiento entre
Carlos I y sus nuevos súbditos. El Rey pretendía establecer su poder absoluto,
mientras que las Cortes pretendían asentar el principio medieval según el cual
el rey reinaba y gobernaba por un pacto tácito entre el monarca y su pueblo,
auténtico depositario del poder.
En estas primeras Cortes de Valladolid, Carlos I ya
dejó entrever la que sería su política europeísta. El nuevo rey, tras la
promesa de respetar los privilegios concedidos anteriormente, les pidió dinero
para sufragar los compromisos de la nueva monarquía en territorios lejanos.
Carlos solicitó fondos para hacer frente a la amenaza musulmana sobre la
frontera oriental del Imperio Germánico, regido entonces por su abuelo
Maximiliano I. Parece claro, que Carlos ya albergaba la esperanza de
convertirse en el nuevo Emperador, por lo que hacía suya la defensa del
Imperio. Las Cortes concedieron el dinero solicitado, pero impusieron sus
peticiones: que el rey aprendiera castellano, que no se concedieran cargos a
extranjeros, que se respetaran los usos de Castilla, que se respetara el rango
de la reina Juana y el testamento de la reina Isabel, que se respetara la
unidad territorial de la Monarquía Hispánica, que no se malgastasen los bienes
de la Corona y que el infante Fernando no saliera de la península mientras
Carlos no tuviera un heredero.
El 22 de marzo de 1518 Carlos I salió de Valladolid
rumbo a Aragón, acompañado de su hermano Fernando, del que se separaría a mitad
de camino, de su hermana Leonor, y de la reina viuda Germana de Foix. Era
necesario que el rey fuera a visitar sus territorios de la Corona de Aragón
cuanto antes, ya que en ellos existía la teoría de que otro personaje de la
familia real, el arzobispo Alonso, hijo natural de Fernando el Católico;
pretendía hacerse con el trono.
El 9 de mayo de 1518 la comitiva entró en Zaragoza
y once días después se reunieron las Cortes de Aragón. Carlos pretendía obtener
lo mismo que había logrado en Castilla, esto es, un buen subsidio y el
juramento de fidelidad por parte de las Cortes. Para las Cortes aragonesas lo
fundamental era asegurar sus privilegios y para defenderlos estaban bien armadas
jurídicamente. Finalmente, tras meses de negociaciones, Carlos logró el
juramento de fidelidad, pero económicamente obtuvo algo menos de la mitad de lo
que había concedido Castilla.
Mientras Carlos peleaba con las Cortes aragonesas,
ocurrieron una serie de importantes acontecimientos que tendrían una gran
repercusión en los años siguientes. Por un lado, Sauvage,
el canciller de Carlos I falleció, con lo que entró en la escena política uno
de los hombres más importantes del reinado de Carlos I, Mercurio de Gattinara.
En el mes de junio se produjo en Zaragoza la boda por poderes entre la infanta
Leonor y el rey de Portugal, Manuel
el Afortunado. Al mismo tiempo, llegaron a Zaragoza las noticias sobre el
deteriorado estado de salud del emperador Maximiliano, con lo que se iniciaba
la carrera para la sucesión imperial.
El 15 de febrero de 1519 Carlos hizo su entrada en
Barcelona, ciudad en la que pasaría casi un año. Para esas fechas ya había
muerto Maximiliano I, el 12 de enero de 1519, por lo que la elección del nuevo
emperador había comenzado. Las Cortes catalanas se reunieron al día siguiente
de la llegada de Carlos y lo hicieron de igual manera que las aragonesas.
Entre el 5 y el 8 de marzo de 1519 Carlos I reunió
a la Orden del Toisón de Oro, como Gran Maestre que era, para nombrar a los
principales nobles hispanos como nuevos caballeros.
El 6 de julio de 1519 Carlos I recibió en Barcelona
la noticia de su elección como nuevo emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, bajo el nombre de Carlos V. El cabildo municipal de Barcelona
recogió así la noticia: MDXIX, sis de julios, dimecres: En aquest dia
vench correu del senyor Rey ab letres de avís de la bona elecció que els
Elecors del Imperi havian feta en la persona de S. M., concordablement y ningú
discrepant, en Rey dels Romans e per esser promogut al Imperi. Vench a les XII
hores de la miga nit y en la matinada S. M. Cavalca a Jhesus per a fer gracies
a Nostre Senyor... El 22 de agosto llegó a Barcelona la embajada
enviada por los príncipes electores para comunicar la elección imperial. Carlos
V prometió viajar lo más rápido posible a Alemania para hacerse cargo del
Imperio, lo que provocó la preocupación de sus súbditos castellanos, que no
querían un rey ausente. Sin embargo, la noticia fue bien acogida en Cataluña,
donde querían permanecer lo más alejados posibles del poder regio para asegurar
así sus privilegios. Pese a ello, las Cortes continuaron aplazando su decisión
sobre los sufragios solicitados por Carlos. En enero de 1520 las Cortes
catalanas aprobaron finalmente conceder una ayuda económica a Carlos, pero esta
era tan exigua que apenas llegaba para cubrir los gastos de la Corte en
Barcelona.
En diciembre de 1519 llegó a Barcelona un
impresionante obsequio para el Emperador enviado por Hernán
Cortés, el cual empezaba a conquistar a los aztecas. El regalo de Cortés no
pudo llegar en mejor momento, ya que Carlos atravesaba por dificultades
económicas debido al retraso de las Cortes catalanas. También durante este
tiempo en Barcelona, se produjo otro hecho fundamental, se alcanzó el acuerdo
definitivo para que Magallanes realizara
su famosa expedición.
Carlos I había dejado en los Países Bajos a sus
hermanas Isabel y María, mientras que Leonor había viajado con él a España.
Carlos quería acabar con el cautiverio que su hermana pequeña sufría en
Tordesillas junto a la reina Juana, para lo que llevó a la princesa junto a su
otra hermana, Leonor. No obstante, las quejas de la reina Juana fueron tales
que Carlos tuvo que consentir que la pequeña Catalina volviera a Tordesillas,
aunque, eso sí, su situación fue considerablemente mejorada. Catalina no
volvería a abandonar Tordesillas hasta 1525, cuando contrajo matrimonio con el
rey Juan
III de Portugal.
Pese a lo prometido a las Cortes de Valladolid, ese
mismo año de 1518, Carlos preparó la salida de su hermano Fernando de España.
El 23 de mayo Fernando embarcó rumbo a los Países Bajos, requerido por
Maximiliano I, a instancias del propio Carlos, para ocupar un puesto destacado
en el gobierno del Imperio. Los partidarios de Fernando trataron de evitar en
vano la partida del infante.
Fernando el Católico había
estipulado en su testamento, que su heredero se hiciera cargo de su segunda
esposa, Germana de Foix. Parece ser que Carlos se enamoró locamente de la viuda
de su abuelo, que por entonces era una bella mujer de veintinueve años. La
reina viuda se trasladó a Valladolid, a un palacio junto al que utilizaba el
rey Carlos, entre ambos se construyó un voladizo para que pudieran visitarse
sin ser vistos. De esta relación, muchas veces silenciada por los historiadores
posteriores, nació en 1519 una hija, de nombre Isabel,
que se crió en la Corte de la Emperatriz desde 1523.
Germana
de Foix.
Durante la estancia de la Corte en Barcelona en
1519, Germana de Foix contrajo matrimonio con el duque de Brandemburgo, con el
objeto de que alguien distinto del rey se hiciera cargo de la hija nacida de
ambos. Pese a ello, Germana nunca perdió el favor de Carlos, como lo demuestra
el hecho de que le acompañase en su viaje al Imperio poco después. Germana dejó
la Corte en 1523, cuando Carlos la nombró virreina de Valencia y, poco después,
en 1526, se casó con el duque
de Calabria.
Desde que en 1440 Federico
III había sido elegido Emperador, la Casa
de Habsburgoestaba al frente del Sacro Imperio, lo que en principio
convertía a Carlos I en el candidato mejor situado para suceder a su abuelo
Maximiliano I. No obstante, Maximiliano no había nombrado a Carlos Rey de
Romanos, lo que le habría convertido en el heredero directo al trono imperial.
Por esta razón, a la muerte del Emperador se abrió el complicado sistema de
elección imperial, regulado por la Bula de Oro, en el que Carlos tenía que
competir con el resto de candidatos.
La Bula de Oro establecía que siete grandes
personajes del Imperio serían los encargados de elegir al nuevo emperador.
Estos personajes, conocidos como losPríncipes Electores, eran tres altos
clérigos (los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia) y cuatro nobles (el
rey de Bohemia, el magrave de Brandemburgo, el conde del Palatino y el duque de
Sajonia). A estos personajes correspondía decidir entre los dos candidatos
principales, Francisco I de Francia y Carlos I.
Carlos
I, rey de España y V de Alemania. Aremberg.
Carlos tenía a su favor el ser el jefe de la Casa
de Habsburgo, pero en su contra estaba su juventud y el hecho de no ser aún un
personaje suficientemente conocido en Europa. Francisco I simbolizaba todo lo
contrario, era el rey indiscutido de un rico territorio, Francia; había
protagonizado brillantes campañas militares y era unos años mayor que Carlos.
Francisco I contaba con el apoyo del arzobispo
de Maguncia y del magrave de Brandemburgo, además, era el preferido
por el papa León X,
temeroso de que sus estados quedaran rodeados por un Emperador que además de
serlo controlase también Nápoles. Ante estas dificultades, Margarita de Saboya
le propuso a su sobrino Carlos que cediera sus derechos a su hermano Fernando,
cuya elección sería más fácil dado que no representaba un peligro para nadie.
Carlos I se mostró inflexible, él era el
primogénito, suyos los derechos, y no estaba dispuesto a que nadie lo pusiera
en duda. Desde Barcelona escribió a todos los Príncipes Electores recordándoles
que habían prometido a Maximiliano I que apoyarían su candidatura, además, les
prometió suculentos beneficios económicos. Una vez fijada su candidatura al
trono imperial, Carlos dejó en manos de su tía Margarita las negociaciones. En
el transcurso de las mismas, se recurrió al soborno, las amenazas e incluso la
guerra propagandística entre ambos candidatos. En los meses siguientes una
serie de factores jugaron a favor de Carlos. Por un lado,Federico
de Sajonia, uno de los electores, se negó a presentar su propia
candidatura, como pretendía León X, y apoyó decididamente la de Carlos. Esto
provocó que el Papa, ante la posibilidad de convertirse en enemigo del nuevo
Emperador, retirase su apoyo al rey francés. Por otro lado, Carlos contó con el
dinero de los Fugger,
pieza fundamental en el mecanismo de sobornos. Francisco I, abandonado por sus
principales apoyos, trató en vano de lograr que Carlos no fuera elegido
Emperador, ya que esto supondría que Francia quedase rodeada por los estados de
Carlos; para ello renunció a su candidatura en beneficio de Joaquím de
Brandemburgo o de Federico de Sajonia, pero este último intento no fructificó.
El 28 de junio de 1519, reunidos los Príncipes
Electores en Frankfurt eligieron por unanimidad a Carlos de Gante, archiduque
de Austria, como nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Carlos I
pasaría a ser conocido desde entonces como Carlos V.
La elección le había costado a Carlos la fabulosa
cifra de 850.000 florines, desembolsados en tampoco tiempo que no hubo más
remedio que recurrir a los banqueros europeos, principalmente florentino,
genoveses y, desde luego, a los alemanes Welser y
Fugger. Estos préstamos se cubrieron, en gran parte, con las rentas de
Castilla.
Nada más terminar las Cortes catalanas, Carlos V
puso en marcha los preparativos de su viaje al Imperio. Las Cortes de Valencia
no fueron convocadas, ante el temor de Carlos V de que esto postergara su viaje
más tiempo. En lugar de convocar Cortes, Carlos envió a Valencia a Adriano de
Utrecht, como su representante. No obstante, antes de partir era imprescindible
convocar las Cortes de Castilla tanto para obtener nuevos recursos económicos
como para tranquilizar a la población, preocupada por la posibilidad de perder
a su Rey. Dada la premura del viaje, se eligió la ciudad de La Coruña para
llamar a las Cortes, ya que esta ciudad estaba cerca del puerto desde el que
iba a partir el Emperador.
Cuando Carlos aún se encontraba en Barcelona, una
delegación de la ciudad de Toledo trató de entrevistarse con él para
presentarle sus quejas. Chièvres impidió el encuentro y los toledanos enviaron
cartas a las demás ciudades castellanas lanzando la voz de alarma: (...) sobre
tres cosas nos debemos juntar y platicar y sobre la buena expedición della
enviar nuestros mensajeros a S.A. Conviene a saber: suplicarle, lo primero, no
se vaya destos Reinos de España; lo segundo, que en ninguna manera permita
sacar dinero della; lo tercero, que se remedien los oficios que están dados a
extranjeros. Es significativo el tratamiento de Alteza que se da a Carlos V
en la carta, el tradicional entre los reyes anteriores, mientras que la
cancillería real trataba de imponer el de Majestad, que indicaba el origen
divino de la monarquía. Otro agravio más que añadir a la lista de quejas
ciudadanas.
Carlos V atravesó Aragón y Castilla sin apenas
detenerse, desairando así a las ciudades que habían preparado festejos en honor
del Emperador. En Valladolid trató de buscar el apoyo de la ciudad, pero a
punto estuvo de iniciarse una sublevación por las presiones ejercidas por los
consejeros reales sobre los representantes ciudadanos.
Las Cortes se abrieron el 31 de marzo de 1520, en
un clima bastante enrarecido por lo que los castellanos consideraban desplantes
de su Rey. Faltaron a la cita los representantes de Toledo y Salamanca. Carlos
V expuso, por medio de sus delegados, su concepción de Europa, un territorio
basado en: el respeto al resto de los pueblos que no se encontraba bajo su
dominio, dejando claro que no pretendía conquistar las posesiones de ningún
Príncipe cristiano; en la paz universal dentro de la Cristiandad, paz que
permitiera fortalecerse para emprender la guerra contra los otomanos, para lo
que contaba con los metales preciosos de América; todo ello sería posible
gracias a la voluntad de Dios, dejando claro que Carlos V era emperador por
deseo expreso de Dios. Ante la situación delicada en la que se encontraba
Castilla, Carlos V pronunció en castellano el que sería su primer discurso
público:
Todo lo que el obispo de Badajoz os ha dicho, os lo
ha dicho por mi mandato, y no quiero repetir sino solas tras cosas: la primera,
que me desplace de la partida, como habéis oído, pero no puedo hacer otra cosa,
por lo que conviene a mi honra y al bien destos Reinos; lo segundo, que os
prometo por mi fe y palabra real, dentro de tres años primeros siguientes,
contados desde el día que partiere, y antes si antes pudiere, de tornar a estos
Reinos; lo tercero, que por vuestro contentamiento soy contento de os prometer
por mi fe y palabra real, de no dar oficio en estos Reinos a personas que no
sean naturales dellos y así lo juro y prometo
Pese a las promesas del Emperador, las Cortes se
mostraron reticentes a conceder lo que éste solicitaba. Hicieron falta varias
sesiones, negociaciones y todo tipo de presiones para que finalmente se
alcanzase un acuerdo, que dada la ausencia de Toledo y Salamanca, rozaba la
ilegalidad. Finalmente el 20 de mayo de 1520 la flota imperial zarpó de La
Coruña, dejando tras de sí un clima de profunda inestabilidad.
A pesar de la prisa con la que Carlos V había
abandonado España y que le había impedido poner remedio a la crítica situación
de sus reinos peninsulares, la política internacional le obligó a hacer un alto
en su camino hacia el Imperio.
Francisco I había tratado de atraerse a Enrique
VIII de Inglaterra en su lucha por el trono imperial, por lo que para
Carlos V era imprescindible asegurarse la alianza del rey inglés. Enrique VIII
estaba casado con Catalina
de Aragón, hija de los Reyes Católicos y por tanto tía de Carlos V, esta
situación convertía a Inglaterra en un interesante aliado contra Francia.
Enrique
VIII y su familia.
Ante la creciente amenaza otomana sobre Europa, no
hay que olvidar que en 1517 habían conquistado Egipto y buena parte de los
Balcanes; León X había puesto en marcha un sistema de alianzas entre Francia e
Inglaterra para tratar de asegurar la paz en la Cristiandad que lograra frenar
la amenaza otomana. Carlos V manifestó en su programa político ese mismo
sentimiento de paz. En ese mismo año de 1517, un monje alemán, Martín
Lutero, había elevado su famosa queja contra la Iglesia romana, iniciando
lo que sería la mayor división de la Cristiandad. Apenas dos años más tarde
moriría Maximiliano I y se ponía en marcha el proceso de elección imperial en
el que el propio Enrique VIII participaría, aunque con pocas esperanzas.
Francisco I había mostrado su desaprobación por la elección de Carlos como
emperador. La unidad de la Cristiandad, preconizada por León X estaba
seriamente amenazada. En este complejo panorama, la amistad de Enrique VIII era
la pieza disputada tanto por Francisco I como por Carlos V.
La prisa con la que Carlos había abandonado una
España al borde de la rebelión se debía también a este encuentro con Enrique
VIII. Los reyes de Francia e Inglaterra habían acordado celebrar una reunión
solemne en la que tratarían de posibles alianzas. Era imprescindible que Carlos
se entrevistara primero con Enrique VIII, para evitar que éste se aliara con el
rey francés. Enrique VIII, que veía en Carlos a un joven rey inexperto, que
además era sobrino de su esposa, y que viajaba a Inglaterra en busca de su
protección y consejo, accedió a entrevistarse con él siempre y cuando esto no
modificase su calendario con respecto a Francia.
El encuentro entre ambos soberanos tuvo los frutos
esperados por Carlos V, ya que se firmó una alianza e incluso se convino la
boda entre Carlos V y la princesa María
Tudor, la cual sólo contaba con cuatro años de edad por lo que la boda se
debería posponer unos años. El posterior encuentro entre Enrique VIII y
Francisco I no dio ningún fruto, para desesperación del rey francés.
A finales del verano de 1520, Carlos llegó a
Bruselas, donde recibió a los principales nobles del Imperio. Allí supo de las
inquietantes noticias de lo que ocurría en Castilla, donde la Guerra de las
Comunidades estaba en pleno apogeo.
El 29 de septiembre de 1520 fue el día elegido para
llevar a cabo la coronación de Carlos V en Aquisgrán. Pero la amenaza de la
peste puso en peligro el acto. Al nuevo Emperador se le propuso que la
coronación tuviera lugar en un sitio distinto, ya que al fin y al cabo esta podía
realizarse en cualquier catedral. No obstante, Aquisgrán era la vieja ciudad de Carlomagno,
el centro del Imperio y el lugar donde se habían coronado los emperadores desde
hacía setecientos años. Carlos accedió a que se retrasara la ceremonia, pero no
a que se realizara en otro lugar. A finales de octubre, Carlos llegó finalmente
a Aquisgrán, rodeado de los principales nobles del Imperio y envuelto en un
suntuoso ceremonial. El 23 de octubre tuvo lugar la ceremonia de coronación en
la que Carlos V se comprometió a defender la Iglesia frente a sus enemigos, ser
un juez justo de sus pueblos y amparar a los pobres y oprimidos frente a los
poderosos.
Las predicaciones de Lutero encontraron en Alemania
el caldo de cultivo ideal para transformarse en un gran movimiento de masas.
Por un lado, empezaba a desarrollarse en Alemania un cierto sentimiento
nacionalista, que vio en Lutero el arma ideal para proclamar su independencia
con relación a otros poderes. Al mismo tiempo, mucha gente, dentro y fuera de
Alemania, estaban convencidos de la necesidad de acabar con los vicios que
corroían a la iglesia Católica, lo que derivaría en una rápida aceptación de
las ideas luteranas. Alemania vivía sumida en una profunda crisis social,
cultural y política. Por si esto fuera poco, la situación económica en muchos
puntos de Alemania era desesperada y el descontento que esto generaba no hacía
más que crecer dadas las inmensas sumas que salían hacia Roma para sufragar la
costosa política pontificia. Por todos estos motivos, el luteranismo se
extendió con gran celeridad, de tal forma, que ya desde 1521, suponía un
problema de primer orden en la agenda de Carlos V. En 1520 Lutero, que en un
principio no inquietó a Roma, fue excomulgado y desde ese momento León X
presionó al Emperador para que acabara con la nueva herejía.
En abril de 1521 Carlos V reunió a la Dieta
Imperial en Worms, también Martín Lutero fue invitado, para tratar de llegar a
un acuerdo satisfactorio para todos. La asistencia de Lutero a la Dieta fue
visto por el pueblo alemán como un impresionante acto de valentía, no hay que
olvidar que un siglo antes (1414) el reformador Jan Hus fue
citado en la Dieta de Constanza (véase: Concilio de Constanza), encarcelado y
ajusticiado, pese a que al igual que Lutero también se le había dado un
salvoconducto imperial. Nadie logró que Lutero se retractara de sus tesis, por
lo que finalmente la Dieta acabó confirmando su excomunión. La ruptura de la
Cristiandad no había hecho más que empezar.
Martín
Lutero. Lucas Cranach
En 1521, recién coronado Emperador, Carlos V tuvo
que hacer frente a dos de los grandes problemas que le acompañarían a lo largo
de todo su reinado. Por un lado el cisma planteado por Lutero, al que trató de
poner freno en la Dieta de Worms; por otro, la hostilidad con Francia, que se
materializó en la guerra iniciada ese mismo año por Francisco I. A estos dos
sucesos se unía un tercero no menos relevante, ese año el Imperio Otomano
inició una potente ofensiva Danubio arriba, evidenciando cuales eran sus
intenciones expansionistas.
Antes de que la flota imperial abandonase el puerto
de La Coruña, la ciudad de Toledo ya había iniciado la revuelta que
desencadenaría la Guerra de las Comunidades. La situación era tal que Carlos V
pensó incluso en posponer su viaje para frenar la insurrección.
La primera ciudad en seguir a Toledo fue Segovia,
cuya población asesinó a uno de sus enviados a las Cortes de La Coruña,
encolerizada por que estos hubiesen acabado concediendo a Carlos V lo que pedía
en contra de las órdenes de la propia ciudad. Ante estos hechos, el cardenal
Adriano de Utrecht, regente en ausencia del Emperador, convocó al Consejo Real
y se inició la represión. Las ciudades amotinadas empezaron a organizar sus
milicias ciudadanas. El clero, molesto con Carlos V por el nombramiento de
Guillermo de Chièvres como arzobispo de Toledo, apoyó la sublevación. El
toledano Juan
de Padilla se puso al frente de la sublevación y dirigió las milicias
de Toledo en auxilio de Segovia, sitiada por las tropas imperiales. En estos
momentos, León, Ávila, Salamanca, Madrid, Medina del Campo y otras ciudades
castellanas se unieron a la sublevación. La alta nobleza, molesta por los
títulos concedidos por Carlos a sus consejeros flamencos, se mostró pasiva,
cuando no colaboracionista, ante la sublevación. Las tropas imperiales, al
mando deAntonio
de Fonseca, tomaron y saquearon Medina del Campo, lo que provocó la
reacción del resto de villas rebeldes que se organizaron en la Junta de
Gobierno, conocida como Santa Junta.
En el verano de 1520 el levantamiento comunero
llegó a su máximo apogeo. La villa de Tordesillas, donde se encontraba la reina
Juana, cayó en su poder y la reina mostró simpatías por el movimiento. No
obstante, Juana también mostró su incapacidad para gobernar y fue tajante en su
negativa de levantarse contra su hijo Carlos. Cuando el triunfo de la
sublevación parecía más cercano, tuvo lugar un hecho que provocaría su completo
hundimiento: los comuneros empezaron a levantarse no sólo contra el poder
imperial, también contra el poder de los nobles. Esto provocó que los Grandes
reaccionaran y, temiendo por sus privilegios, pasaran a la ofensiva. Carlos V,
desde el extranjero, supo aprovechar la situación y nombró al Almirante de
Castilla, Fadrique
Enríquez, y al Condestable, Íñigo
de Velasco, como adjuntos del regente Adriano de Utrecht. Poco a poco, las
tropas imperiales fueron recuperando terreno y el 5 de octubre de 1520
expulsaban a los comuneros de Tordesillas. El 23 de abril de 1521, con la
derrota de los comuneros en Villalar, se pudo dar por finalizada la amenaza,
pese a que Toledo no se rindió hasta febrero de 1522.
Cuando los comuneros comprendieron que la reina
Juana no podía hacerse cargo del gobierno, trataron de negociar con Carlos V e
imponerle sus condiciones. Estas podían resumirse en el ideal de que el poder
correspondía al Reino, quien lo entregaba al Rey para que obrase con justicia,
pero que podía recuperarlo en caso contrario. Los comuneros trataron de darle
una mayor fortaleza a las Cortes a costa del poder real. Como algunos
historiadores han apuntado, de haber triunfado, las Comunidades se hubieran
convertido en la primera revolución política de la Edad Moderna.
A finales de 1519, la crítica situación que vivía
el Reino de Valencia, acentuada por la peste y la negativa de Carlos V de
convocar Cortes, estalló en una revuelta antinobiliaria conocida como la Guerra
de las Germanías. Las Germanías, pese a su importancia, no fueron comparables
con las Comunidades, ya que carecieron de las connotaciones políticas del
movimiento castellano. Las Germanías no pasaron nunca de ser un movimiento
social ante los abusos de la nobleza y no cuestionaron el poder imperial. A
pesar de que ambos movimientos fueron coetáneos, para fortuna de Carlos V, no
llegaron a unirse, de modo que cuando las Germanías alcanzaron su momento de
máxima extensión, en el verano de 1521, las Comunidades estaban prácticamente
agotadas.
En 1521 Carlos V llevaba dos años fuera de España,
ocupado en el proceso imperial. Tras la Dieta de Worms la amenaza de Lutero
parecía conjurada y aunque el nuevo emperador otomano, Solimán, suponía una
amenaza para la frontera oriental de la Cristiandad, Carlos V tenía asuntos más
acuciantes de los que preocuparse. Tenía que dejar resueltos los asuntos del
Imperio ya que debía partir hacia España de forma inmediata, a su salida había
prometido que volvería antes de tres años y ya llevaba más de dos fuera.
Entre 1521 y principios de 1522, mientras Carlos V
se encontraba en Alemania mantuvo una estrecha relación con una joven de
modesto linaje, Juana Van der Gheenst. De esta relación nació una hija,
Margarita, que ocuparía un importante papel en la política europea de los
próximos años como gobernadora de los Países Bajos, ya durante el reinado de
Felipe II. En este tiempo, Carlos V pudo tener otras dos hijas naturales, una
de nombre Juana que moriría aún niña en el convento de Madrigal y que fue fruto
de las relaciones del Emperador con una dama de la clientela del conde de
Nassau; y otra de nombre Tadea tenia con una bella mujer de Perugia, Italia,
llamada Ursolina della Penna.
Carlos V pensó en su hermano Fernando como la mejor
opción para convertirse en su lugarteniente al frente del Imperio. El emperador
Maximiliano había organizado la boda de Fernando con la princesa Ana de
Hungría. A ello, Carlos V unió la cesión a su hermano de Austria, Estiria,
Carintia, Carniola y el ducado alemán de Würtemberg. Fernando de Austria se
convertía así en un poderoso príncipe alemán y en un digno sustituto de su
hermano al frente del Imperio Germánico. Para afianzar aún más las fronteras
orientales del Imperio, Carlos V concertó el matrimonio de su hermana María con
el rey Luis
II de Hungría.
Carlos V había heredado inmensas posesiones
territoriales que afianzaba estableciendo nuevas alianzas matrimoniales entre
sus hermanos y la realeza de los estados limítrofes. Estas acciones levantaron
las suspicacias del resto de la Cristiandad, sobre todo por parte de Francia,
cuyo rey, Francisco I, había presenciado como el joven conde de Flandes pasaba
de ser su vasallo a su Emperador. No obstante, es preciso recordar que Carlos V
no poseía un imperio conquistado por las armas, lo había heredado y carecía de
deseos imperialistas, su sueño era una Cristiandad en paz capaz de hacer frente
a la amenaza otomana.
En 1521 comenzó la guerra con Francia que,
prácticamente ininterrumpida, duraría hasta la Paz de Cateau-Cambresis de 1559.
Más de tres décadas de conflicto que sólo se detuvo en pequeños momentos de
respiro para ambos contendientes. En 1521 probablemente ni Carlos V ni
Francisco I preveían un conflicto de tanta duración, pero ambos eran
conscientes de que estaba en juego la supremacía sobre Europa. Así se desprende
de la afirmación de Carlos V: Muy pronto seré yo un pobre Emperador o
él un pobre Rey. La guerra que asoló media Europa y que costó miles de
muertos, además de años de hambre y penurias, fue iniciada por Francisco I,
quien apoyó los ataques del duque de Clèves y de Enrique de Labrit sobre las
fronteras imperiales. Pero indudablemente, el inmenso poder acumulado en manos
de Carlos V también tuvo mucho que ver en el inicio del conflicto, ese poder no
podía ser visto más que como una amenaza para el resto de los estados europeos.
Los primeros éxitos de la guerra fueron para Carlos
V, cuya diplomacia logró un acuerdo secreto con León X que permitió a las
tropas imperiales moverse por Italia y expulsar a los franceses de Milán. Tras
esto, Enrique VIII firmó una alianza con Carlos V para luchar contra Francia. A
esto hay que unir que la situación en España mejoraba considerablemente ya que
tanto las Comunidades como las Germanías llegaban a su fin. Por ello, con la
situación internacional mucho más tranquila, Carlos V planificó su viaje de
regreso a España. Antes de partir le confirió a su tía Margarita el gobierno de
los Países Bajos de nuevo.
A finales de ese año se produjo un acontecimiento
fundamental, León X falleció repentinamente el 2 de diciembre de 1521. La
muerte del Papa abría un inquietante futuro ya que de ser elegido un pontífice
filofrancés el sistema de alianzas de Carlos V podía derrumbarse. Por ello la
diplomacia carolina se puso a trabajar. La idea de Carlos V era colocar al
cardenal Médicis, pero su embajador en Roma fue más allá e intentó una jugada
mucho más arriesgada, la elección de Adriano de Utrecht, confesor de Carlos V y
regente de España en su ausencia, como nuevo papa. Ante todo pronóstico,
Adriano fue elegido el 9 de enero de 1522, convirtiéndose así en Adriano VI. En
poco más de tres años, Carlos y Adriano habían copado las más altas dignidades
de la Cristiandad, lo que fue interpretado como un signo divino en el
providencialista ambiente de la época. La elección de Adriano hacía aún más
urgente el regreso de Carlos a España, ya que el nuevo Papa tenía que salir
cuanto antes rumbo a Roma.
En mayo de 1522 Carlos V llegó a Inglaterra con el
objetivo de afianzar su alianza con Enrique VIII frente a Francia. Durante más
de un mes Carlos estuvo en la Corte inglesa ganándose el favor de Enrique VIII,
el cual llegó incluso a nombrarle caballero de la Orden de la Jarretera. Ambos
soberanos firmaron un importante tratado que aseguraba a Carlos la ayuda
militar y financiera de Inglaterra y que le comprometía, en un futuro, a
contraer matrimonio con la princesa inglesa María (María Tudor), aún demasiado
niña para casarse.
En julio de 1522 Carlos V llegó al puerto español
de Santander, acompañado de un pequeño ejército de mercenarios alemanes y con
una poderosa fuerza de artillería que causó la sorpresa general, fue toda una
demostración de fuerza dirigida hacia sus súbditos. Carlos V llegaba con el
deseo de acabar para siempre con las Comunidades, para ello pensaba dar un
perdón general, pero antes debía de dejar claro que era el Rey, y que era un
rey justo.
Tras el fracaso del levantamiento comunero, los
líderes principales habían sido ajusticiados, pero algunos de ellos habían
conseguido salvarse gracias a la protección de sus parientes nobiliarios.
Carlos V llegó decidido a acabar con esta injusticia. Así, el 13 de agosto de
1522 Pedro
Maldonado fue ajusticiado en Palencia. En esas mismas fechas otros
siete dirigentes fueron ajusticiados en Medina del Campo.
En el verano de 1522, Carlos V asentó su Corte en
Valladolid. Su primera acción fue visitar a su madre y a su hermana en
Tordesillas y aliviar en parte el encarcelamiento de ambas. Fue entonces cuando
decidió que su hermana debía abandonar Tordesillas para convertirse en reina de
Portugal.
Tras el verano de 1522, ya de regreso en
Valladolid, Carlos V tenía que afrontar una serie de asuntos de vital
importancia. Por un lado, había que dar una respuesta a los ataques franceses,
máxime cuando se había producido la invasión de Fuenterrabía. También había que
desbloquear las relaciones con el Papado, ya que pese a los lazos que unían al
nuevo Papa y al Emperador, la escasa sutileza del embajador imperial había
provocado que las relaciones se deteriorasen rápidamente. Al mismo tiempo,
había que restablecer el dialogo con las ciudades castellanas, dañado por la
crisis comunera. A esto se sumaba que Carlos V necesitaba nuevos fondos para
sufragar el inminente despliegue militar.
Carlos V buscó el apoyo de su familia en estos
momentos, así, hizo llamar a su hermana Leonor, reina viuda de Portugal desde
el año anterior. Posteriormente, el Emperador hizo un gesto muy significativo,
recibió con honores en la Corte al duque
de Calabria, noble napolitano capturado por el Gran
Capitán a principios de siglo y encarcelado por Fernando el
Católico. Los miembros de las Germanías trataron de convertir al duque de
Calabria en el líder de su movimiento e incluso planificaron su boda con la
reina Juana de Castilla, pero el Duque se negó a ser liberado por unos
rebeldes. Carlos V pagó su fidelidad concediéndole la mano de la reina viuda
Germana de Foix y convirtiendo a ambos en virreyes de Valencia.
El 1 de noviembre de 1522 Carlos V concedió un
perdón general que afectaba a casi todos los que habían participado en la
guerra comunera, a excepción de unos trescientos cabecillas que permanecían
huidos. Tras estos gestos y una vez lograda la pacificación del Reino, Carlos V
convocó las Cortes de Castilla.
El 24 de julio de 1523 se abrieron las Cortes en
Valladolid. En todo este tiempo, Carlos V había permanecido en Valladolid y
había realizado varias visitas a Tordesillas. Pese a lo que pudiera parecer,
las Cortes de 1523 no se mostraron sumisas a las peticiones del triunfante
Emperador, de hecho, la oposición de los procuradores fue tal que el propio Carlos
tuvo que comparecer ante ellas. El discurso inicial, realizado por el canciller
Gattinara, estuvo orientado a contrarrestar la propaganda creada por los
comuneros. Se incidió de manera especial en la legitimación divina de la
monarquía y se desautorizó la idea comunera del contrato tácito entre el pueblo
y el soberano. Las Cortes exigieron que el Emperador fijara su residencia en
Castilla, que sólo los castellanos ocuparan cargos en la Administración y que
la guerra se hiciera sólo contra los infieles. Estas peticiones serían una
constante a lo largo de todo el reinado. Finalmente, Carlos logró que las
Cortes aprobaran conceder el nuevo servicio, tras unas jornadas en las que dejó
claro que él era el Emperador de la Cristiandad.
Una de las descripciones más detalladas de Carlos V
es la que hizo el embajador veneciano Contarini poco después de que el
Emperador venciera a los franceses en Pavía:
La cesárea majestad es joven, de veinticinco años,
tantos cuantos llevamos del millar desde el 1500, y cumplirá el vigésimo sexto
el 24 del mes de febrero, en el día de San Matías, en el cual tuvo la victoria
contra el ejército francés y fue preso el rey cristianísimo. Es de estatura
mediana, ni muy grande ni muy pequeño, de color más bien pálido que rubicundo;
de cuerpo bien proporcionado; bellísima pierna, buen brazo, la nariz un poco
aguileña, pero poco, los ojos inquietos, el aspecto grave, pero no cruel ni
severo; en él ninguna parte del cuerpo se puede afear, excepto el mentón, o sea
todo el maxilar inferior, el cual es tan ancho y tan largo que no parece
natural de aquel cuerpo, sino postizo, donde sucede que no puede, cerrando la
boca, unir los dientes inferiores con los superiores, antes los separa un
espacio del grosor de un diente, de donde en el hablar, máxime al terminar la
cláusula, balbucea alguna palabra, lo cual frecuentemente no se entiende muy
bien (...).
Efectivamente, el mayor defecto físico de Carlos V
era su prominente mentón, que le ocasionaba problemas al comer y al hablar.
Esto provocó no pocos problemas digestivos y motivó que su carácter fuera
callado.
Carlos V destacaba por su extrema religiosidad,
solía oír varias misas diarias; su espíritu justiciero y su dedicación absoluta
a sus deberes regios. El propio Contarini achaca a Carlos V una cierta sequedad
en su carácter, que se materializaba en el trato con sus súbditos, a los que
además no solía recompensar debidamente, según el embajador italiano:
Es muy poco afable, más bien avaro que liberal, por
lo que no es muy querido; no demuestra ser ambicioso de Estado, pero tiene gran
ambición de combatir, y desea mucho encontrarse en una jornada de guerra;
demuestra también tener gran deseo de hacer la empresa contra los infieles.
Según lo retrataron sus coetáneos, Carlos V era
parco en palabras y de carácter moderado. Pese a sus victorias militares no
solía hacer alarde de ellas y tampoco era dado a dejarse vencer por las
adversidades. Otro rasgo de su carácter era que no perdonaba fácilmente a los
que le ofendían. A lo largo de su vida, fueron muchos los comentarios que se
hicieron sobre los excesos culinarios del Emperador, excesos que finalmente le
llevaron a padecer de gota. Carlos V fue, para sus contemporáneos, un gran
estadista, que gozaba de una memoria privilegiada y que dominaba varios idiomas
con los que podía comunicarse con sus súbditos; así, Alonso de Santa Cruz dijo
de él:
Fue muy agudo y muy claro de juicio, lo cual se
veía en él por el conocimiento que tenía de todas las cosas y en las buenas
razones que daba de todas ellas. Y conocíase su gran memoria en la variedad de
las lenguas que sabía, como eran: lengua flamenca, italiana, francesa,
española, las cuales hablaba tan perfectamente como si no supiera más de una.
En la personalidad de Carlos V tuvo una gran
importancia el hecho de educarse en la Corte borgoñona de su tía Margarita, una
Corte culta en la que se usaba el francés como lengua madre. Pero no se puede
olvidar la trascendental influencia de España en su educación, hasta el palacio
de Malinas llegaban constantemente las noticias de lo que ocurría en la
península Ibérica y Carlos V creció orgulloso de las hazañas realizadas por los
compatriotas de su madre. El futuro Emperador creció así imbuido del ideal
caballeresco imperante en la Corte borgoñona y la profunda espiritualidad
propia de Castilla. Se convirtió en el dirigente de la Orden del Toisón de Oro,
al tiempo que se dejó arrastrar por las ideas providencialistas que venían de
la Corte hispana; por ello, Carlos se consideraba el brazo ejecutor de los
designios divinos. Desarrolló un complejo ideario basado en el premio o castigo
divino. Sus éxitos se debían a la disposición divina, al igual que sus
fracasos.
Carlos
V, dominando el furor. Leoni. Palacio Real. Madrid
El Emperador sintió una gran atracción hacia
Italia, cuna del mundo Antiguo y del Imperio Romano. De Italia, que dominaba
prácticamente por entero, Carlos adoptó el espíritu renacentista. Las Cortes
renacentistas italianas, con su impresionante historia detrás, eran el objetivo
de los principales monarcas de la Cristiandad, su dominio era la meta de los
reyes europeos y Carlos fue el que lo logró. Siempre mostró una gran admiración
por las ruinas romanas, por la historia de los antiguos césares y el Imperio
Romano. Alemania suponía el predominio sobre Europa y, aunque Carlos nunca
llegó a dominar plenamente su lengua, sintió una fuerte atracción por el
universalismo inherente al cetro imperial. De este modo, Carlos se convirtió en
un soberano imbuido del espíritu caballeresco, profundamente religioso, que
participaba del espíritu renacentista y que consideraba la universalidad de su
poder como un derecho propio. La universalidad no se limitaba tan sólo al cetro
imperial, no hay que olvidar que los dominios de Carlos eran los más extensos
de cuantos imperios se habían levantado hasta entonces; y que en su reinado se
produjo el fabuloso acontecimiento de la circunnavegación del globo por
Magallanes y Elcano.
Alemania suponía uno de los mayores problemas de
Carlos V. Mientras que en el resto de sus dominios Carlos era rey por herencia,
en Alemania lo era por elección, lo cual limitaba y mucho sus poderes. Por otro
lado, era en Alemania donde había prendido la Reforma iniciada por Lutero y que
Carlos, como emperador de la Cristiandad, estaba obligado a combatir.
Carlos V, como muchos de los soberanos de su
tiempo, sintió una fuerte atracción por el arte, en concreto por la música. Se
hizo acompañar de músicos por toda Europa, formó una capilla musical que fue la
más destacada de su tiempo y que sería una de las herencias personales más
queridas de su hijo Felipe II. Por otro lado, Carlos V tuvo una gran afición a
coleccionar relojes y mapas.
Fue un viajero incansable, no por placer, sino por
su sentido del deber como soberano de tan vastos territorios. También fue un
consumado políglota, habló con fluidez flamenco, francés y castellano, era
capaz de hacerse entender en italiano y, aunque con mayores dificultades,
también en alemán. Sin lugar a dudas, Carlos fue un soldado, su mayor pasión
fue el ejército, las maniobras militares, la guerra; sin embargo, como rey,
Emperador y gran estadista, buscó la paz y lo hizo poniendo todo su esfuerzo en
ello.
A pesar de que pasó buena parte de su vida viajando
y luchando, Carlos añoraba la paz y la tranquilidad de la vida familiar de la
que poco pudo disfrutar. En 1529 Carlos V tuvo que separarse de su esposa,
Isabel de Portugal, a la que tanto amó, para hacer frente a los problemas que
se multiplicaban por sus dominios europeos. La nostalgia del Emperador se hizo
patente en el verano de 1531, en una serie de cartas enviadas a la Emperatriz
en las que reflejó su estado de ánimo ante las dificultades que encontraba para
llevar a término sus planes y que le impedían regresar a Castilla junto a
Isabel y sus hijos. En la primavera de 1532 Carlos estuvo enfermo y la
preocupación de la Emperatriz se dejaba traslucir en las angustiosas cartas que
ambos se cruzaban. En suma, las cartas que ambos esposos se enviaron a lo largo
del tiempo que estuvieron separados, son un fiel reflejo del amor que ambos
tuvieron y suponen un documento importantísimo para comprender la personalidad
del Emperador.
El enorme imperio de Carlos V carecía de capital
fija y de una administración común a todos sus territorios. Era la propia
figura del Emperador la que daba unidad al conjunto de territorios. El
canciller Gattinara trató de resolver esta cuestión, para lo que impulsó el
Consejo de Estado como un organismo aglutinador de los distintos estados de
Carlos V. Este esfuerzo finalizó en 1531, con la muerte de Gattinara, ya que
Carlos V no volvió a nombrar ningún canciller del Imperio.
A partir de la década de 1520, Carlos V dejó el
gobierno del Imperio y de los Países Bajos en manos de dos miembros de su
familia. Su tía Margarita se hizo cargo de los Países Bajos como regente hasta
su muerte en 1531; mientras que su hermano Fernando se convirtió en su
representante en el Imperio.
España era un complejo crisol de territorios con
diversas leyes, tradiciones e incluso lenguas. Lo que en época de los Reyes
Católicos se conocía como Monarquía Católica Hispana, aglutinaba la península
Ibérica, a excepción de Portugal, los reinos de Cerdeña, Nápoles y Sicilia, a
los que en 1535 se sumó el ducado de Milán, y los inmensos territorios
americanos adscritos a Castilla. Tanto la Corona de Aragón, como los
territorios italianos y los americanos estaban gobernados por virreyes.
Mientras tanto, el Rey permanecería en Castilla, núcleo de sus dominios y
principal apoyo de sus planes imperiales. Por ello, las instituciones
castellanas fueron las que se impusieron en la compleja maquinaria carolina.
La pieza fundamental del gobierno de los Reyes
Católicos había sido el Consejo Real de Castilla, organismo que en época de
Carlos V se desglosaría en otra serie de Consejos que conformarían la columna
vertebral de la Administración. Los principales consejos fueron: el propio Real
de Castilla, el de Hacienda, el de Indias, el de la Inquisición, el de Estado
(que se encargaba de la política exterior), el de Aragón, el de Navarra, el de
Italia y el de Flandes. De todos ellos el principal continuó siendo el Consejo
Real de Castilla, que se encargaba de la Justicia, el control de las
universidades, el control de las chancillerías y audiencias y, en tiempos de
guerra organizaba las levas y hacía lo posible por obtener el dinero necesario.
Las decisiones del Consejo Real solían ser respetadas tanto por Carlos V como
por los distintos regentes que se hicieron cargo del reino en las múltiples
ausencias imperiales.
El número de los Consejos fue variando con el
tiempo, pero podemos decir que se mantuvo alrededor de los doce. Casi siempre
estuvieron presididos por un prelado, dado el carácter confesional de la
Monarquía. Este prelado estaba auxiliado por dos letrados procedentes de las
principales universidades del Reino. Desde tiempos de los Reyes Católicos, los
soberanos se habían preocupado que los Consejos no cayeran en manos de la alta
nobleza, no obstante, fue frecuente que estos magistrados pertenecieran al
grupo de los segundones de las viejas casas aristocráticas, que eran los que
copaban las universidades y la vida religiosa. Hubo casos en los que los
dirigentes de los Consejos llegaron a prosperar tanto que pasaron a emparentar
con la alta nobleza, como en el caso de Cobos, por lo que no siempre pudo
mantenerse a los Consejos al margen de los nobles.
Un caso especial fue el Consejo de la Suprema y
General Inquisición. Este organismo fue creado por los Reyes Católicos y estuvo
a punto de ser eliminado por Carlos V, pero el enfrentamiento entre el
Emperador y los protestantes hizo que la Inquisición cobrara nueva fuerza. Para
comprender el peso de este Consejo en el sistema polisinodial hay que tener en
cuenta que era el único que tenía jurisdicción tanto sobre Castilla como sobre
Aragón, por lo que su importancia política era enorme. Además, su presidente,
el Inquisidor General, cargo elegido directamente por Carlos V y en el que la
aprobación papal no era más que un formulismo, gozaba de unos poderes
amplísimos, no comparables a los de ningún otro presidente de Consejo. El
Inquisidor General era, pues, el personaje más importante de la Monarquía
hispánica tras el Rey.
El Consejo de Estado fue una creación directa de
Carlos V, el cual necesitaba cerca un cuerpo consultivo independientemente de
en que territorio se encontrase. Se ocupaba fundamentalmente de la política
exterior, de las embajadas y, en ocasiones, de los nombramientos de virreyes.
Además de estas funciones tenía otras muchas, derivadas de la necesidad del
Emperador de someter algún asunto a consulta. Dadas sus funciones, los miembros
del Consejo de Estado solían pertenecer a la alta nobleza cortesana y se les
exigía experiencia militar y diplomática. Fue frecuente que el Inquisidor
General y el presidente del Consejo Real formaran parte del Consejo de Estado,
con lo que se evitaban posibles conflictos. El Consejo de Estado estaba
presidido por el propio Emperador, por lo que el resto de sus miembros tenían
todos el mismo rango.
El resto de los Consejos tuvieron un carácter
secundario, ya que con frecuencia dependían de estos. Así, el Consejo de Guerra
era una filial del Consejo de Estado y los de Cámara u Órdenes Militares del
Consejo Real. El Consejo de Indias en un principio era filial del Consejo Real
y siempre mostró una gran dependencia y unos lazos muy estrechos. El Consejo de
Hacienda fue creado por Carlos V, desgajando funciones del Consejo Real.
Para gobernar unos territorios tan extensos, Carlos
V necesitaba un cuerpo diplomático de calidad y que le ofreciera información
útil. La diplomacia imperial se ocupaba de obtener información sobre los planes
del resto de las potencias y además, de ayudar al Emperador a mantener la paz
en sus territorios.
En gran parte, Carlos V heredó el cuerpo
diplomático de los Reyes Católicos, compuesto por una embajada en Viena, de
marcado carácter familiar; tres en Italia (Roma, Venecia y Génova), una en
París, otra en Londres y la última en Lisboa. Además de esto, como Emperador,
Carlos V recibió embajadas de todos los rincones de la Cristiandad e incluso,
en Castilla se mantuvieron embajadas permanentes de lugares tan apartados como
Polonia.
Estudiando la dotación económica del cuerpo
diplomático, se observa con claridad la importancia que Italia, y en especial
Roma, tenía para la Monarquía Hispánica. También es apreciable la importancia
de la embajada vienesa, que suponía el nexo de unión entre las dos ramas de la
Casa de Habsburgo. Por último, es de destacar el peso de la embajada parisiense
de la que dependía en buena parte la paz o la guerra de Europa occidental.
Londres y Lisboa cumplían papeles diferentes, la primera como baza a jugar ante
Francia y la segunda como medio para asegurar la retaguardia del Imperio.
Una de las características más destacadas del juego
diplomático de Carlos V fueron los encuentros entre el Emperador y los
distintos reyes de la Cristiandad. Carlos V fue con diferencia el soberano que
más encuentros de este tipo mantuvo en su época. En dos ocasiones se entrevistó
con Enrique VIII, en otras tantas con el papaClemente
VII y en tres con Paulo
III. Pero con quien más se entrevistó fue con su gran rival Francisco I.
Todo ello convirtió al Emperador en la cabeza visible de su propio cuerpo
diplomático.
Otra de las características de la diplomacia
carolina fue el uso de los enlaces dinásticos. El propio Emperador tomó parte
directa en ello con su matrimonio con la princesa portuguesa Isabel. En el trono
portugués situó sucesivamente a dos de sus hermanas, Leonor y Catalina; también
hay que destacar los enlaces de dos de sus hijos, Felipe y Juana, con los
príncipes portugueses María
Manuela y Juan Manuel. Su hija mayor, María, fue casada con su sobrino Maximiliano,
futuro emperador. Inglaterra también entró en este juego de alianzas, con la
boda entre su heredero Felipe y la reina María Tudor. Incluso con Roma practicó
estas alianzas, así, su hija natural Margarita, casó con Octavio
Farnesio, un nieto de Paulo III. Con Francia estos pactos nunca
fructificaron, no obstante nunca dejó de intentarlos. La diplomacia dinástica
de Carlos V llegó a extremos tan lejanos como Dinamarca, donde el rey Cristian
II se casó con su hermana Isabel. La ambiciosa política de enlaces
dinásticos no se limitó a sus familiares directos, Carlos V usó también a los
hijos e hijas de sus hermanos.
El fabuloso imperio de Carlos V necesitaba de una
poderosa maquinaria bélica para sostenerse en pie y lo fue tanto que llegó a
ser lo único sobre lo que el imperio se sostuvo hasta el siglo XVII.
Un hecho fundamental a tener en cuenta al hablar de
los ejércitos de Carlos V es la moral. Las tropas imperiales eran, con
diferencia, las más motivadas de los campos de batalla europeos. Los tercios,
cuya confianza había nacido en las gestas de los Reyes Católicos, se pasearon
por Europa de victoria en victoria durante buena parte del reinado de Carlos V
y además, lo hicieron capitaneados por el Emperador en persona. Los tercios
entraban en batalla creyendo ciegamente que luchaban por una causa justa,
sedientos de oro, gloria y hazañas.
La principal característica del ejército imperial
de Carlos V fue su heterogeneidad, ya que sus efectivos eran flamencos,
alemanes, italianos y desde luego, españoles. Las tropas españolas, los famosos tercios
viejos, no eran ni mucho menos las más numerosas, pero si las mejor
formadas; su importancia en la batalla consistía en que eran las fuerzas de
choque, la elite del ejército cuya presencia era decisiva. Lostercios viejos,
sacados fundamentalmente de Castilla, suponían la fuerza de combate más temida
de su época y con mucho las mejores tropas de su tiempo.
Un tercio estaba compuesto por unos tres mil
hombres, divididos en grupos más pequeños. Los tercios solían agruparse de dos
en dos formando coronelías y estas, en su máxima formación, se agrupaban también
de dos en dos. Como resultado había pues un máximo de cuatro tercios agrupados
en dos coronelías, lo que suponía unos 12.000 hombres, que dada su potencia de
choque suponían un muy respetable ejército en sí mismo.
Los tercios eran tropas permanentes, que en tiempos
de paz ocupaban una demarcación que les daba nombre. Como mínimo siempre había
tres tercios en activo, lo que suponía una gran diferencia con el resto de
tropas, que eran mercenarias y que sólo se reclutaban en tiempos de guerra.
Todo este despliegue militar tenía un altísimo
coste económico, que acabó por arruinar la Hacienda. Ni la plata americana, ni
las rentas de todos sus dominios eran bastante hacer frente a estos gastos.
Sin duda, la infantería de Carlos V era la mejor de
la época, pero su caballería era inferior a la francesa y su artillería
inferior a la alemana. En cuanto a la marina de guerra, no era permanente en el
Atlántico y sólo existía en el Mediterráneo, aquí en gran parte consistía en la
flota genovesa de Andrea
Doria. No obstante, Carlos V nunca logró desarrollar en el mar algo
parecido a la potencia de sus tropas en tierra.
Una singularidad a destacar en Carlos V es que
entre las personas en las que confió para delegar tareas de gobierno ocuparon
un importante lugar tres mujeres: su tía Margarita de Saboya, su esposa la
emperatriz Isabel y su hermana María de Hungría. Además de estas, el resto de
las mujeres de la familia de Carlos V ocuparon un importante papel en la vida
del Emperador, pero su influencia política fue mucho menor, quizá la excepción
sea su hermana Catalina, que como reina de Portugal ejerció una importante
influencia en favor de Carlos V.
Margarita de Saboya, que podía haber sido reina de
Francia y de España sucesivamente, acabó convirtiéndose en duquesa viuda de
Saboya y gobernadora de los Países Bajos. Ella fue la encargada de educar al
pequeño Carlos cuando se produjo el fallecimiento de Felipe el Hermoso,
por lo que su influencia sobre el Emperador fue decisiva. Durante la década que
ejerció como gobernadora de los Países Bajos, Carlos V confió en ella
plenamente. La política de Margarita se caracterizó por una marcada rivalidad
con Francia y por un fuerte sentimiento anglófilo. Quizá una de las actuaciones
más importantes de Margarita fue la firma de la conocida como Paz de las Damas,
con la reina madre de Francia, Luisa
de Saboya.
Isabel de Portugal, la emperatriz, fue una pieza
capital en la política carolina, ya que gobernó Castilla en las largas
ausencias del Emperador y se ocupó de la educación de sus hijos, entre los que
estaba el heredero Felipe. Isabel fue además un apoyo fundamental en la vida de
Carlos V, ya que este matrimonio, caso excepcional entre las monarquías de la
época, se profesó un sincero amor.
María de Hungría, su hermana, fue una persona
fundamental en la política exterior de Carlos V. Ella sustituyó a Margarita de
Saboya al frente de los Países Bajos. María fue quizá la que tuvo una mayor
visión política de la realidad de su tiempo, de forma que en el cuarto de siglo
que estuvo al frente de los Países Bajos, su gestión fue brillante.
Carlos V se rodeó de un competente equipo de
estadistas, provenientes de todos sus dominios, que tuvieron un destacado papel
en el Gobierno. El primer personaje clave fue Guillermo de Chièvres, el único
privado que Carlos V tuvo en toda su vida. Durante los años en los que Chièvres
estuvo al frente de la Administración, los cargos más importantes fueron
copados por consejeros flamencos, pero tras la muerte de éste, la
Administración se abrió a todos los territorios. Adriano de Utrecht, el
canciller Gattinara y Enrique de Nassau fueron otros de los personajes
destacados de este primer período.
En una segunda fase, tras la muerte de Chièvres y
Gattinara, destacaron personajes como Nicolás
Perrenot, y posteriormente su hijo Antonio
Perrenot de Granvela; Francisco de los Cobos, el cardenal Tavera,
el duque
de Alba y Juan
de Zúñiga. Hay que destacar la presencia de personajes extranjeros, como el
marino Andrea Doria o los banqueros alemanes Welser y Fugger.
El
duque de Alba. Tiziano
En cuanto a los embajadores, dos hombres tuvieron
una importancia singular: Pedro
de Toledo, marqués de Villafranca, que ejerció como virrey de Nápoles desde
1532 hasta 1553; y Diego Hurtado de Mendoza que ocupó la embajada de Venecia
entre 1538 y 1547, para posteriormente pasar a la de Roma.
A todos estos nombres hay que incluir la
impresionante nómina de los conquistadores americanos, encabezados por figuras
como Hernán
Cortés, Francisco
Pizarro, Diego
de Almagro, Pedro
Alvarado, Jiménez
de Quesada, Hernando
de Soto, Vázquez
Coronado, Pedro
de Valdivia, Magallanes, Elcano o el virrey Antonio
de Mendoza.
Como ya dijimos, el enfrentamiento con Francia fue
una constante del reinado de Carlos V. Este enfrentamiento estuvo casi siempre
provocado por la rivalidad con Francisco I, pero ni siquiera la muerte del rey
francés puso freno a la lucha.
Una de las primeras cosas que hay que tener en
cuenta para explicar este enfrentamiento es la personalidad y la educación de
ambos contendientes. Tanto Francisco I como Carlos V fueron educados en los
ideales caballerescos, rodeados de historias fabulosas sobre los grandes éxitos
militares de los principales personajes de la Historia. Ellos entendían que era
su deber alcanzar la gloria por medio de gestas militares, tenían que realizar
importantes hazañas, conquistas increíbles y victorias resonantes. Este pensamiento
era además común a buena parte de los nobles de la época. Así encontramos con
una sociedad deseosa de entrar en guerra para alcanzar la gloria de los grandes
conquistadores de la Antigüedad; una sociedad que no reclamará la paz hasta que
cuatro décadas de guerra sembrasen Europa de miseria.
A pesar de las similitudes de pensamiento, ambos
personajes presentaban una diferencia fundamental, mientras Carlos V tenía por
ideal la unidad de la Cristiandad frente al Islam, Francisco I no tenía reparos
en unirse con el Imperio Otomano para debilitar la posición del Emperador.
Para Carlos V la guerra con Francia venía seguida
de las sublevaciones en España. En 1522 las Comunidades estaban prácticamente
sofocadas, de hecho Toledo se rindió en febrero; sin embargo, las Germanías aún
seguían vivas, sobre todo en Mallorca. En el verano de ese año la flota de
Andrea Doria, al servicio de Francia, entró en el puerto de Palma. Aún así, en
marzo de 1523, Mallorca se rindió al Emperador.
Pese a sus inmensos dominios, o precisamente a
causa de ello, Carlos V necesitaba aliados poderosos para hacer frente a
Francia, ya que sus territorios estaban demasiado dispersos como para poder
defenderlos a la vez contra Francisco I. En su estancia en Inglaterra en el
verano de 1522, Carlos V se había asegurado la ayuda de Enrique VIII, lo cual
suponía una cierta tranquilidad para los Países Bajos. Sin embargo, los mayores
problemas del Emperador se encontraban, paradójicamente, en Italia, donde el
nuevo papa, Adriano VI, se mostraba reacio a firmar una alianza.
Francisco
I. François Clouet
Las reticencias de Adriano VI, que tanto debía a
Carlos V, venían motivadas por la pésima gestión realizada por el embajador
español en Roma. Los intentos de la diplomacia imperial por atraerse a Adriano
VI fueron tan torpes que estuvieron cerca de provocar el efecto contrario. Sin
embargo, el descubrimiento de una conjura del partido francés en Roma para
deponer al Papa, acabaron por convencer a Adriano VI de la necesidad de prestar
su apoyo al Emperador. Tras Roma, Venecia prestó también su apoyo al Emperador;
a estos hay que sumar los estados que pertenecían a Carlos V y Milán. A esto se
unía la defección delduque
de Borbón, uno de los principales nobles franceses que se pasó al servicio
de Carlos V.
Prácticamente toda Europa occidental estaba aliada contra
Francisco I, no obstante, el rey francés fue capaz de frenar los intentos de
invasión de su reino. El ejército anglo-flamenco fue estrepitosamente derrotado
en el norte, mientras que la situación en Milán se enquistaba y Carlos V
quedaba atrapado en los Pirineos por un temporal de nieve. El Emperador, ante
la imposibilidad de cruzar los Pirineos, mandó sus tropas sobre Fuenterrabía.
La plaza fue conquistada, en febrero de 1524, sin que fuera necesario emplear
las armas. Sin embargo, la situación se complicó considerablemente para Carlos
V. En 1523 falleció Adriano VI y en el verano de 1524 el duque de Borbón fue
derrotado cuando trataba de invadir Francia desde Italia. Francisco I recuperó
Milán en octubre de 1524, lo que provocó que el nuevo papa, Clemente VII, y
Venecia se pasaran al bando francés.
El 3 de octubre de 1524, Carlos V llegó a
Tordesillas, donde permaneció hasta el 5 de noviembre. El objetivo de esta
visita era sellar una nueva alianza dinástica que proporcionase al Emperador un
nuevo aliado. Tras el regreso de Leonor de Austria a España, las relaciones con
Portugal se habían enfriado, por lo que ahora era necesario volver a
potenciarlas. Para ello, Carlos V acordó la boda entre su hermana Catalina y
Juan III de Portugal. Pero antes, Carlos necesitaba saber hasta que punto podía
confiar en su hermana pequeña y despejar las dudas que sus relaciones con los
comuneros habían provocado. Solventados todos los problemas, el 2 de enero de
1525, Catalina abandonó Tordesillas para convertirse en reina de Portugal y en
una de las piezas más importantes del entramado de pactos familiares de Carlos
V.
Tras el fracaso de las tres invasiones de Francia
pretendidas por Carlos V en 1524, el Emperador fue consciente de que tanto la
clave para la victoria como el punto más débil de su poder, se encontraban en
Italia. Por ello, planeó la forma de hacerse con el control de este territorio,
lo que pasaba por lograr que el Papa le coronara como Emperador de la
Cristiandad, tarea nada sencilla en el estado en el que se encontraban las
relaciones diplomáticas y demasiado costosa para la exhausta Hacienda imperial.
Carlos V comprendió que la única forma de hacer
efectivos sus planes pasaba por ponerse al frente de sus ejércitos en Italia y
pasar a la ofensiva. Para ello hacía falta mucho dinero y Castilla no estaba en
situación de proporcionárselo. La única salida era romper su compromiso
matrimonial con María de Inglaterra y contraer matrimonio con la princesa
Isabel de Portugal. Esto no sólo le daría dinero, Portugal era el Reino más
rico de la Cristiandad, además le daría una persona de confianza a la que dejar
al frente de la Monarquía mientras él estuviera en Italia. Pero mientras Carlos
V valoraba los beneficios de esta idea, una noticia sorprendente llegó a la
Corte en febrero de 1525. Las tropas imperiales, sitiadas en Pavía por
Francisco I y en una situación económica desesperada, se habían lanzado al
ataque y, para sorpresa de Europa, habían logrado derrotar a los franceses y
hacer prisionero a su rey.
Una consecuencia inesperada de la victoria de Pavía
fue la orden de conversión de todos los moriscos de España. Durante las
Germanías, los moriscos valencianos habían sido obligados a convertirse al
cristianismo, pero una vez apaciguada la revuelta, estos habían vuelto a su
creencia secular. La inquisición, que hasta entonces no tenía jurisdicción
sobre ellos, aprovechó la conversión para tratar de controlarlos, lo que acabó
provocando que estos se alzaran en armas para defender su fe islámica. Tras
Pavía, Carlos V se sintió en la obligación de agradecer la victoria a Dios y
pensó que la mejor forma de hacerlo era obligar a los moriscos a convertirse al
cristianismo. A la conversión forzosa no sólo se oponían los moriscos, que
llegaron a sublevarse en la Sierra de Espadán; la nobleza, de la que eran
propiedad, también se oponía, temerosa de perder los tributos que de ellos
recibían. Pero nada de esto hizo cambiar a Carlos V de opinión y la conversión
fue decretada, para el 31 de enero de 1526 todos los moriscos hispanos deberían
haberse convertido o serían expulsados.
La derrota francesa en Pavía, espectacular y
completamente sorpresiva, no fue tan definitiva como cupiera esperar. Ni la
potencia militar francesa estaba agotada, ni Francisco I había sido derrotado
por un ejército más poderoso que el suyo, más bien era al contrario. Francisco
I perdió la batalla por su imprudencia y por la decisión, o desesperación, de
los generales imperiales. A pesar de ello, Carlos V adquirió una posición de
fuerza indudable, ya que el rey francés fue trasladado a Madrid como prisionero
y, por tanto, el Emperador tenía en sus manos a su principal enemigo. No
obstante, esta situación podía derivar en el desmantelamiento de las alianzas diplomáticas
logradas por Carlos V, ya que estas se basaban en la amenaza que suponía el
belicismo de Francisco I, que, evidentemente, tras su captura estaba seriamente
dañado. Además, Carlos V podía aparecer ahora como el soberano que amenazaba la
estabilidad del resto de Europa.
Los personajes más allegados a Carlos V le
aconsejaron que aprovechara el cautiverio de Francisco I para acabar de una vez
por todas con su amenaza, tanto en Italia, como en la propia Francia. Carlos V
sin embargo tenía otros planes. Su ideal caballeresco, tan característico en
todas sus acciones, le impedía invadir los territorios de un rey que no podía
defenderlos, máxime cuando dicho rey era su prisionero. Carlos V pretendía
llegar a un pacto ventajoso que supusiera la devolución de todos los territorios
conquistados por Francisco I. En las negociaciones de este pacto tuvo una gran
presencia la reina madre de Francia, Luisa de Saboya.
Las negociaciones, pese a todo, no fueron fáciles,
ya que Carlos V exigía la devolución del ducado de Borgoña, perdido por su
bisabuelo Carlos
el Temerario. El 14 de enero de 1526 se llegó a la firma del Tratado de
Madrid por el que Carlos V se comprometió a no invadir Francia y a devolver la
libertad a Francisco I, mientras éste se comprometía a una vez llegado a sus
dominios devolver Borgoña a Carlos. El Tratado se formalizaría con la boda
entre Francisco I y Leonor de Austria. En prenda del Tratado, Francisco I
empeñó su palabra y sus hijos, el delfín y el duque de Orleans, quedaron como
rehenes en Castilla. Sin embargo, Francisco I firmó un documento secreto en el
que negaba los términos del Tratado y aseguraba que había firmado bajo presión
y para salvar su vida.
La boda del Emperador merece una especial atención
ya que se trata de uno de los sucesos más importantes de la vida de Carlos V.
Es necesario considerar que ésta fue su única boda, además, pese a tratarse de
una boda de Estado, pronto la pareja se enamoró sinceramente y la nueva
Emperatriz jugó un papel fundamental junto a su esposo el resto de su vida. La
Emperatriz pasó a ser una de las personas más importantes de la Corte carolina
y, sin duda, una de las personas de mayor confianza de Carlos V. Por todo ello,
el relato de la boda merece un papel destacado en esta biografía.
El Tratado de Windsor de 1522 contemplaba la boda
entre un joven Carlos V, tenía 22 años, y una jovencísima María de Inglaterra,
tenía sólo 6 años. Evidentemente habría que esperar mucho tiempo para poder
realizar la boda, ocho o diez años, lo que suponía un grave problema en una
época en la que la principal preocupación de los gobernantes era dar un
heredero a la dinastía. Por otro lado, las Cortes castellanas preferían que el
Emperador se casara con la princesa Isabel
de Portugal, tanto para afianzar las relaciones entre ambos reinos como por
la inyección económica que este enlace supondría. El enlace con la princesa
portuguesa era además impulsado desde Portugal, donde el propio Manuel el
Afortunado lo había solicitado. La propia Isabel tenía clara su
decisión, como se demuestra en el famoso lema de César
Borgia que hizo suyo: Aut Caesar, aut nihil ('O César
o nada'). En esta situación, uno de los personajes más influyentes del entorno
de Carlos V, su tía Margarita de Saboya, abogaba por el enlace con la monarquía
inglesa, ya que como gobernadora de los Países Bajos consideraba que una
alianza dinástica con Enrique VIII daría mayor seguridad a sus territorios.
La elección estaba pues en manos de Carlos V, o
bien la alianza con la poderosa Inglaterra o con la rica Portugal. Al parecer,
Carlos siempre se mostró más dispuesto al enlace con Isabel, pero tenía que
encontrar el modo de no desairar a Enrique VIII al romper lo pactado en Windsor
y rechazar a su hija. Como ya dijimos, lo que acabó por decidir al Emperador
fue la victoria de Pavía y su imperiosa necesidad de viajar a Italia, para lo
que necesitaba abundantes recursos y la seguridad de dejar el Gobierno en una
persona de su confianza.
Carlos V puso en marcha su diplomacia y en una
hábil maniobra logró sus objetivos. Envió un embajador a la Corte inglesa para
solicitar a Enrique VIII la fabulosa cifra de 400.000 ducados ingleses a cuenta
de la dote de su hija, dinero que Carlos necesitaba para continuar la guerra
contra Francia. En caso de que el rey inglés no aceptara, como muy bien sabía
el Emperador que haría, Carlos V le solicitaba que le liberase de su compromiso
matrimonial, lo que finalmente ocurrió. Finalmente, el 17 de octubre de 1525 se
firmaron las capitulaciones matrimoniales con la princesa portuguesa en
Torresnovas, Portugal, y una semana más tarde se firmaron en Toledo.
Estatua
orante de Carlos V junto a la emperatriz Isabel. Leone
y Pompeyo Leoni
En las capitulaciones matrimoniales se estableció
una dote espectacular, Isabel traería a España 900.000 doblas de oro
castellanas de 365 maravedíes la dobla, además de un riquísimo ajuar. Carlos V
por su parte, se comprometía a dotar a la princesa con un tercio de esta cifra
en caso de que el matrimonio se disolviera o en el caso de que Isabel quedara
viuda. Juan III de Portugal se cobró lo que Carlos V le debía en concepto del
préstamo hecho cuando las Comunidades y de la dote de Catalina de Austria, en total
ascendía a 239.668 doblas de oro.
Isabel de Portugal entró en España, el 7 de febrero
de 1526, acompañada de un cortejo impresionante y fue recibida por un no menos
impresionante cortejo imperial, al frente del cual se encontraba el duque de
Calabria, aquel prisionero que se había negado a ser liberado por las
Germanías.
Tras un lento viaje por tierras de Castilla, el
cortejo llegó a Sevilla el 3 de marzo entre grandes demostraciones de júbilo
popular. El Emperador llegó a la ciudad siete días más tarde, ante el enojo de
Isabel. Al parecer la espera fue programada por Carlos V, que quería entrar en
Sevilla entre grandes festejos y hacer una notoria demostración de todo su
poder, máxime cuando estaba tan reciente la victoria de Pavía. La entrada
triunfal de Carlos V en Sevilla fue una muestra de hasta que punto admiraba el
pueblo a su joven Rey. Si Carlos V se estaba hispanizando, España se estaba
imperializando.
El enlace se celebró en la noche del 10 de marzo y
esa misma noche, al igual que había ocurrido con los padres de Carlos V, fue
consumado por los apasionados esposos. Carlos e Isabel desarrollaron una gran
afinidad desde ese momento, los cronistas, tanto portugueses como imperiales,
hacen constantes referencias al amor profundo que nació entre ambos desde esa
primera noche. Un amor que duraría durante toda la vida de la Emperatriz, hasta
1539.
La felicidad de la joven pareja se ensombreció
cuando llegó a la Corte la noticia de la muerte de Isabel de Austria, la reina
de Dinamarca, hermana de Carlos V. Hasta el mes de mayo los emperadores
estuvieron en Sevilla. En este tiempo fue cuando Carlos V convenció al duque de
Calabria de que contrajera matrimonio con su antigua amante, Germana de Foix,
viuda de nuevo.
A finales de mayo, los emperadores dejaron Sevilla
rumbo a Granada, donde permanecieron hasta finales de 1526. Allí fue concebido
el primer hijo de la pareja, que nacería en Valladolid, el futuro Felipe II.
Granada impresionó tanto a Carlos V que posteriormente mandó construir junto a
La Alhambra un magnífico palacio renacentista.
Durante la estancia en Granada, Carlos V recibió un
memorial de quejas de la población morisca que se comprometió a investigar de
inmediato. Se creó una junta eclesiástica presidida por el inquisidor general y
el confesor del Emperador que atestiguó la imposibilidad de evangelizar
sinceramente a la población morisca granadina, recomendando que los esfuerzos
se encaminaran hacia la juventud. Los moriscos, temerosos de los procesos de
aculturación que contemplaba la junta, hicieron una oferta a Carlos V que
difícilmente podía rechazar: 80.000 ducados a cambio de que se les permitiera
conservar sus modos de vida tradicionales. Carlos V decretó que las leyes de
asimilación cultural quedaran suspendidas durante cuarenta años.
El 10 de diciembre de 1526 Carlos V, ante la
delicada situación que se estaba produciendo en Europa, abandonó su admirada
Granada para no volver a verla nunca más. Atrás quedaba probablemente los cinco
meses más felices de su vida. Carlos V puso en marcha un colegio para educar a
los hijos de los moriscos y sentó las bases de la Universidad de Granada,
inaugurada en 1535.
Francia, que estuvo al borde de la derrota total
tras la derrota de Pavía, había logrado rehacerse y poner en marcha una
importante campaña diplomática. Los mismo motivos que había usado Carlos V para
formar la coalición contra Francia fueron usados ahora por Francisco I contra
el Emperador. Francia, tan debilitada por las tropas imperiales, ya no suponía
una amenaza para el resto de las potencias europeas, sin embargo, Francisco I
supo vender a Carlos V como ese peligro ante las principales Cortes del
continente.
Enrique VIII, la República de Venecia, Clemente
VII, todos se unían ahora con Francisco I frente al inmenso poder acumulado por
Carlos V. Nada más producirse la liberación del rey francés, se puso en marcha
la nueva Liga, llamada clementina o de Cognac, con el objetivo de expulsar a
los imperiales de Milán y Nápoles.
A la amenaza de la Liga Clementina, se unió un peligro
aún mayor, Solimán el Magnífico. Francisco I pasó de prometer, en
caso de ser elegido Emperador, una gran cruzada contra el Imperio Otomano a
buscar su alianza frente a Carlos V. Nada más producirse la derrota de Pavía,
una embajada francesa había salido hacia Constantinopla en busca de la ayuda
otomana. Solimán vio ante sí la gran oportunidad de entrar en la Cristiandad
como libertador en lugar de como conquistador y no estaba dispuesto a
desaprovecharla. La segunda guerra hispano-francesa estaba a punto de comenzar.
En la primavera de 1526 Solimán salió de
Constantinopla al frente de un poderoso ejército de 100.000 hombres y 300
cañones rumbo a Budapest. Las fuerzas otomanas eran muy superiores a las que
cualquier rey de la Cristiandad podía levantar, por lo que el pánico se adueñó
de Hungría. El avance turco sobre Hungría fue fulminante. En Mohacs el valeroso
Luis II de Hungría decidió plantar batalla con sus escasas fuerzas. Para Carlos
V el avance turco suponía una doble ofensa, por un lado por la alianza con
Francisco I y la tolerancia del Papa; por otro, Hungría era la antesala de
Austria, sus estados patrimoniales. En las orillas del Danubio había tres
grandes ciudades: Belgrado, Budapest y Viena, la primera ya había caído en
manos turcas durante la primera guerra hispano-francesa; la segunda se hallaba
en grave peligro y si caía, Viena, la cuna de su dinastía, se encontraría a
merced de Solimán.
Mohacs fue una carnicería, el joven Luis II, no
olvidemos que era el marido de la hermana de Carlos V, María; no tenía ninguna
posibilidad ante Solimán. Pese a su valerosa actuación, el ejército húngaro era
muy inferior a los otomanos. Luis II perdió la vida junto a más de 20.000 de
sus soldados. Hungría estaba vencida y María perdía su corona. La noticia del
desastre llegó a España en octubre, enviada por el infante Fernando, que aún
nadie olvidaba en su Castilla natal; cuando Carlos V se encontraba de luna de
miel en Granada. El Emperador convocó al Consejo de Estado inmediatamente en
busca de una salida a la crisis. Esto supuso un reconocimiento por parte de
Carlos V del error cometido en la personal decisión del Tratado de Madrid. El
Consejo de Estado se valió de la red eclesiástica para dar la noticia de la
ruina de Hungría:
Que se escriba a los Prelado y a los Superiores de
las Órdenes para que hagan que los predicadores y confesores prediquen a los
pueblos el peligro de la Cristiandad y las crueldades que los enemigos de la fe
hacen en la Cristiandad, para los incitar y mover al remedio (...)
El resultado fue impresionante, por toda Castilla
se sucedieron las muestras de indignación y fervor religioso en busca de la
ayuda divina, se sucedían las entregas de donativos y se clamaba venganza. La
Monarquía Hispánica, exhausta tras la anterior guerra con Francia, se ponía en
pie de guerra contra el Imperio Otomano.
Carlos V trató, en primer lugar, de desmontar la
Liga de Cognac para después poder unir a la Cristiandad frente a Solimán. Para
ello era necesario que el Emperador tomara las riendas de sus dominios y
pusiera a trabajar todos sus recursos.
A principios de 1527 Carlos V hizo un inusual
llamamiento a Cortes generales en Valladolid. El discurso imperial realizado
por Gattinara fue un encendido alegato en favor del Emperador y de la necesidad
de luchar contra el poder otomano, Gattinara no se refería a Castilla, lo hizo
a España, con la idea de que todos colaborasen en los difíciles momentos que
debía afrontar la Monarquía Hispánica y a su frente el Emperador. Pese al
alegato de Gattinara, las Cortes se mostraron reacias a conceder más dinero,
sólo el brazo eclesiástico se mostró favorable; los nobles se negaron a pagar
tributo, alegando que iba en contra de sus privilegios, sin embargo aceptaron
formar parte del ejército que levantase el Emperador; las ciudades se negaron
ya que aún no habían acabado de pagar los servicios aprobados en 1525.
Realmente, las Cortes se reunían cada tres años, por lo que el sistema de pagos
de tributos estaba pensado para realizarse en ese plazo, por eso, en 1527 no se
había acabado de pagar el servicio anterior. Carlos V entendió las posturas de
los distintos brazos de las Cortes y no hizo ningún reproche, sobre todo al
exhausto pueblo. De este modo, el entusiasmo bélico despertado en el otoño de 1526
se fue enfriando.
Mientras tanto, la Emperatriz había llegado a
Valladolid en avanzado estado de gestación. El 21 de mayo, tras dieciséis horas
de parto, nació el primer vástago del matrimonio imperial, Felipe, el futuro
heredero de Carlos V. El parto fue tremendamente dificultoso, pero la joven
Isabel dio muestras de su fuerte carácter y dignidad. Según cuentan las
crónicas de la época, la comadrona que asistía a la reina la instó a que
gritara, a lo que la reina contestó, en su portugués natal: Nao me
faleis tal, minha comare, que eu morirei, mas no gritarei. Tras el difícil
parto, la alegría contagió a la Corte y se prepararon innumerables fiestas para
celebrar el acontecimiento. El 5 de junio el recién nacido fue bautizado con un
gran despliegue de fastuosidad imperial.
Los festejos por el nacimiento del heredero se
vieron repentinamente interrumpidos por una noticia que hizo tambalearse a toda
la Cristiandad. Las tropas imperiales, faltas de paga, habían sitiado y
asaltado Roma, el Papa estaba prisionero de los soldados, los cuales carecían
de control debido a la muerte de su jefe, el duque de Borbón.
A principios de 1527, las tropas del duque de
Borbón estaban listas para salir hacia Hungría para combatir a Solimán, pero
para cuando se pusieron en camino, el frente se había estabilizado y su
presencia ya no era necesaria. Por otro lado, Francisco I, asustado ante lo que
había ocurrido en Mohacs, paralizó sus acciones bélicas contra Carlos V y puso
en marcha una campaña diplomática orientada a hacer ver al resto de Europa que
la culpa del desastre húngaro correspondía al Emperador, al tiempo que trataba
de ocultar su alianza con Solimán. Estos dos acontecimientos, dejaron al
ejército del duque de Borbón en una situación peligrosa: sin un objetivo y en
medio de Italia.
El duque de Borbón, con plena libertad de acción,
se lanzó sobre Milán, que recuperó de nuevo, y posteriormente puso rumbo al
sur, a Roma. En la ciudad papal se encontraba el enviado imperial Hugo de
Moncada, cuyo objetivo era hacer entrar en razón al Papa para que
desistiera de su apoyo a Francia o en caso contrario aliarse con los Colonna y
hacerle la guerra. La situación en la Ciudad Eterna era muy tensa, debido al
cruce de amenazas entre Clemente VII y Hugo de Moncada. Al mismo tiempo, Carlos
de Lannoy, virrey de Nápoles, levantó en sus territorios un pequeño ejército
que amenazaba Roma desde el sur. No obstante, la gran amenaza era la que
representaba el duque de Borbón, que marchaba hacia el sur con una formidable
fuerza de 25.000 soldados a los que continuamente se añadían más tropas,
atraídas por la posibilidad de botín.
Los mandos del ejército imperial del duque de
Borbón, perdieron el control en la Toscana. Ante la falta de pago, los
mercenarios se revelaron y empezaron a arrasar todo el territorio, los
oficiales al mando sólo pudieron seguir a sus hombres para evitar males
mayores. A la llegada a Roma exigieron un rescate de 300.000 ducados que
Clemente VII no pudo satisfacer, por lo que entraron en la ciudad y la
saquearon. En el asalto falleció el duque de Borbón, por lo que la anarquía se
adueñó de las tropas. Lo que ocurrió a continuación ha pasado a la
historiografía como el Saco de Roma, uno de los episodios más violentos del
Renacimiento italiano.
Roma
(Italia). Castillo de Santangelo.
Carlos V se enfrentó a acusaciones gravísimas, ante
el estupor de la Cristiandad. Hasta los pueblos bárbaros de la Antigüedad,
aquellos que habían acabado con el Imperio Romano, habían respetado Roma, sin
embargo, las tropas de un emperador cristiano la habían saqueado. Para
defenderse de las mismas, el Emperador puso a trabajar a sus mejores hombres,
encabezados por Gattinara. El encargado de dar respuesta a las graves
acusaciones lanzadas por el Papado fue el humanista Alfonso
de Valdés, en su categoría de secretario de cartas latinas. Carlos V, a
través de Valdés, envió cartas en latín a todos los príncipes de la
Cristiandad, en las que se mostraba dolido por las acusaciones, repugnado por
los actos de sus tropas y daba al mundo su versión de los hechos. Valdés no
sólo defendió al Emperador, fue más allá, y presentó los acontecimientos como
un castigo divino hacia un Papa que había dejado a un lado sus deberes como
cabeza de la Cristiandad.
El Saco de Roma no hizo más que legitimar la
alianza de Francisco I con Solimán, ya que sí el Emperador había saqueado la
ciudad papal, un rey cristiano podía aliarse con los infieles. El Saco dio
fuerzas pues a Francia, que rompió su aislamiento y provocó que se equilibraran
las fuerzas. Enrique VIII, por su parte, pasó a apoyar abiertamente a Francisco
I. Por otro lado, con Clemente VII prisionero, se alcanzó un acuerdo por el
cual el Papa recuperaría la libertad a cambio de 400.000 ducados. La situación
pues, se estabilizó tras el asalto a Roma.
En el verano de 1527 la Corte se trasladó a
Palencia debido a un estallido de peste en Valladolid. En otoño de ese año,
ante las dificultades de alojamiento, la Corte se trasladó a Burgos. En todo
ese tiempo, la situación internacional no dejó de complicarse y Carlos V tenía
serios problemas en Italia, donde su ejército se encontraba disperso ante el
avance de los franceses.
Francia, Inglaterra y Venecia, declararon la guerra
a Carlos V, basándose en la necesidad de liberar al Papa. No obstante, el Papa
ya había sido liberado, por lo que la argumentación carecía de valor.
En febrero de 1528 Carlos V convocó las Cortes en
Madrid para obtener nuevos fondos y hacer jurar a su heredero. Hay que tener en
cuenta, que como en las Cortes de 1527 no se había otorgado servicio alguno, el
Emperador respetaba el plazo de tres años entre unas Cortes y otras; por ello,
obtuvo 400.000 ducados.
Francisco
I de Francia. François Clouet.
La situación en Italia se hacía cada vez más
desesperada. El poderoso ejército francés, acompañado por la flota de Andrea
Doria, se dirigió directamente sobre Nápoles, mientras que la nobleza local se
sublevaba contra el dominio español. Cuando todo parecía estar perdido para los
defensores imperiales se produjeron dos acontecimientos que cambiarían el rumbo
de la Historia. Por una lado, Andrea Doria, cansado de los incumplimientos
franceses, cambió de bando y pasó al servicio de Carlos V; por otro, el ejército
francés fue atacado por la peste y tuvo que retirarse a toda prisa. Nápoles se
había salvado.
La liberación del Papa y el desastre del ejército
francés, podían poner las bases para alcanzar una paz que diera respiro a
Carlos V. Había además otro asunto que tendría una enorme repercusión en el
futuro, Enrique VIII había empezado los trámites para anular su matrimonio con
Catalina de Aragón, la tía de Carlos V. Todo esto suponía el fin de la Liga
Clementina. Se contempló entonces un arriesgado proyecto de invadir Inglaterra,
pero finalmente fue desechado.
En junio de 1528, Margarita de Saboya firmó una
tregua entre los Países Bajos e Inglaterra, que suponía el primer paso para la
paz. Francisco I aún mandó un nuevo ejército contra Carlos V, con la idea de
recuperar el Milanesado, pero Antonio
de Leyva lo derrotó en Landriano el 21 de junio de 1529. Tras esta
derrota, y gracias a la intervención de Margarita de Saboya y de Luisa de
Saboya, se firmó la Paz de Cambrai el 3 de agosto de ese mismo año. Carlos V
renunciaba a Borgoña y Francisco I lo hacía al Milanesado, Génova, Nápoles y al
señorío sobre Flandes. Además, Carlos devolvía a los hijos del rey francés a
cambio de dos millones de ducados. El tratado se ratificó con el enlace entre
Leonor de Austria y Francisco I.
Desde que Carlos se había convertido en Emperador
en Aquisgrán, había albergado el sueño de viajar a Italia para ser coronado por
el Papa, tal y como lo hiciera Carlomagno. Como hemos visto, el sueño imperial
hubo de ser aplazado en diversas ocasiones, pero tras la Paz de Cambrai se
abrió la posibilidad. La coronación a manos del Papa suponía el paso de
emperador electo a emperador consagrado, lo que incluía la facultad de elegir
en vida a su sucesor nombrándole Rey de Romanos.
Carlos V no sólo deseaba verse coronado Emperador,
también quería pacificar Italia y convencer al Papa de la necesidad de convocar
un Concilio general para hacer frente a la amenaza creciente del luteranismo.
No obstante, su decisión provocó que en Castilla se crearan dos bandos, por un
lado los que deseaban que el Emperador viajara a Italia, encabezados por
Gattinara, y por otro los que pensaban que Carlos V debía quedarse en la
península y hacer frente a la amenaza musulmana en el Mediterráneo, encabezados
por el arzobispo Tavera. Ante esto, se encontraba la firme decisión de Carlos V
de viajar a Italia, pero antes debía resolver algunos problemas. En marzo de
1528, en plena guerra, Carlos V trató de convencer a su hermano Fernando de la
necesidad de que ambos marcharan sobre Francia, al tiempo que instó a su tía
Margarita para que lograra el distanciamiento de Inglaterra de Francisco I.
Además, Carlos V tenía que viajar a Valencia, cuestión pendiente desde su
coronación, y debía hacer jurar a Felipe como su heredero, por lo que era
imprescindible convocar Cortes.
El 30 de mayo de 1528 se convocaron las Cortes de
la Corona de Aragón en Monzón. Anteriormente, Carlos V había estado tres
semanas en Valencia, tratando de solventar la afrenta hecha a este Reino. Fue
durante las Cortes de Monzón cuando Carlos V recibió, en forma de desafío
caballeresco, la declaración de guerra de Inglaterra y Francia. Un hecho
peculiar, ya que Carlos V contestó al desafió francés con otra nota de desafío
al estilo caballeresco y con una cita para que ambos monarcas acabaran con sus
diferencias en un combate singular, al más puro estilo de la Edad Media. Ni que
decir tiene que dicho combate nunca llegó a producirse.
El 19 de julio, con las Cortes sin acabar, Carlos V
dejó Monzón, en su lugar delegó en el duque de Calabria. Unos días más tarde
llegó a Zaragoza y de allí a Toledo, donde llegó el 16 de agosto al encuentro
con la Emperatriz y sus hijos Felipe y María.
El 8 de marzo de 1529 Carlos V firmó en Toledo los
poderes que concedían la sucesión a su hijo Felipe y que dejaban a la
Emperatriz como regente del Reino en su ausencia. Carlos V incluyó además una
serie de Instrucciones para su esposa sobre la mejor manera de
gobernar en su ausencia. Además, eligió a un grupo de consejeros que la
ayudaran en estas tareas. El viaje era ciertamente peligroso, máxime si se
tiene en cuenta que aún no se había firmado la Paz de Cambrai e Italia estaba
sacudida por la guerra. Carlos V aseguraba que regresaría en cuanto le fuera
posible, pero eran muchos los trabajos que tenía que hacer en el exterior, ya
que a la pacificación de Italia se sumaba la erradicación del luteranismo.
Con todos los preparativos hechos, el 8 de mayo
partió de Toledo rumbo a Italia. Pese a las prisas, El Emperador se demoró durante
un tiempo considerable en Zaragoza y en Barcelona. La primera parada vino
motivada por la espera de noticias del conflicto provocado por los derechos de
navegación hacia las Molucas, que le enfrentaba con Portugal. Este contencioso
quedó resuelto con el pago por parte de Portugal de 380.000 ducados, a cambio
de la renuncia del Emperador a los derechos sobre estas islas. Dinero que
Carlos V necesitaba con urgencia para su viaje a Italia. Tras resolverse este
problema, el Emperador partió hacia Barcelona, donde se detuvo durante tres
meses mientras esperaba a que se formara la flota que debía llevarle a Génova.
En Barcelona recibió las noticias de la derrota francesa en Landriano y del
acuerdo de paz con Clemente VII, al tiempo que autorizó las negociaciones de
Margarita de Saboya que finalizarían en la Paz de Cambrai. Finalmente, el 12 de
agosto, la flota imperial desembarcó en Génova, Carlos V pisaba por vez primera
suelo italiano.
Para cuando llegó a Italia, la Paz de Cambrai se
había firmado y la situación internacional parecía favorecer sus designios.
Sólo una amenaza se cernía sobre Carlos V, Solimán. En efecto, los otomanos
habían lanzado una gran ofensiva sobre Viena y desde allí, Fernando acuciaba a
su hermano en busca de ayuda. Carlos V no estaba dispuesto a volver a aplazar
su coronación, pero le preocupaban las noticias de Viena, por lo que en lugar
de ir a Roma, decidió hacer que Clemente VII fuese a Bolonia, por si las cosas
se complicaban y tenía que partir en defensa del Imperio. A esta incertidumbre
se sumó una más, Barbarroja había
atacado Argel y la Emperatriz temía que se lanzase sobre las plazas
norteafricanas o sobre la propia costa española. Finalmente, la amenaza de
Barbarroja no se concretó y la de Solimán se diluyó cuando sus ejércitos
regresaron a Constantinopla sin atacar la bien protegida Viena.
Florencia.
Basílica di Santa Croce.
El 5 de noviembre de 1529 Carlos V realizó su
entrada triunfal en Bolonia, acompañado de un impresionante séquito. En la
ciudad le esperaba Clemente VII. Las negociaciones no fueron fáciles, y Carlos
V tuvo que conquistar Florencia para el Papa. La alianza con Clemente VII iba
más allá de la coronación, era imprescindible si Carlos V quería dominar
Italia, además, hay que tener en cuenta que el dominio de Italia era necesario
si el Emperador quería hacerse respetar por el resto de reyes de la
Cristiandad. Por ello, además del acuerdo con el Papa, se firmó otro con
Venecia a la que la diplomacia imperial logró integrar en la Liga defensiva de
Italia proclamada el 31 de diciembre de 1529. Estas negociaciones, encaminadas
a lograr la paz en Italia, tuvieron su punto más conflictivo en lo concerniente
al ducado de Milán. Las tropas imperiales habían conquistado el Milanesado y se
encontraban en una posición de fuerza tras sus últimas victorias sobre Francia,
pero la diplomacia exigía que Carlos V no se adueñara de Milán ya que se
pretendía dar la imagen de un Emperador pacificador y no conquistador. Por
ello, pese a las protestas de los generales, el Milanesado fue devuelto a los
Sforza, sin tener en cuenta que estos habían formado parte de la Liga de
Cognac.
En octubre de 1520 Carlos V había sido coronado en
Aquisgrán, pero aún le faltaba recibir otras dos coronas, en esta ocasión de
manos del Papa, por un lado la corona de hierro de Lombardía y por otro la
definitiva corona imperial que le convirtiera en Emperador con todos los
derechos incluido el de nombrar a su sucesor.
Carlos V recibió la corona lombarda el 22 de
febrero de 1530 y dos días más tarde, coincidiendo con su cumpleaños, la corona
imperial. El ceremonial de la coronación fue espectacular, a la ceremonia
asistieron los principales nobles del Imperio, desde Castilla hasta Alemania.
Carlos V hizo un juramento solemne de convertirse en el defensor de la Iglesia
de Roma y del catolicismo. Este juramento, que respeto el resto de su vida, le
llevó a guerrear constantemente tanto contra los turcos como contra los
protestantes.
Una vez coronado Emperador de manos del Papa y con
Italia pacificada, Carlos V debía partir hacia el Imperio, para frenar el
avance de Solimán y negociar con los luteranos la unidad de la Cristiandad. El
21 de marzo salió de Bolonia, una nueva etapa daba comienzo, y tras más de dos
meses llegó a Augsburgo, donde había convocado a la Dieta imperial.
En el transcurso del largo viaje se produjo una
importante reunión familiar en Innsbruck. El 4 de mayo el Emperador llegó a la
ciudad alpina, el mismo día que fallecía Gattinara, donde le esperaba su
hermano Fernando. Algunos grandes príncipes alemanes acudieron a Innsbruck a
rendir homenaje al Emperador. En la reunión de Innsbruck se decidió que papel
debía jugar María de Hungría en la política internacional de los próximos años,
al mismo tiempo que ambos hermanos se pusieron de acuerdo sobre como afrontar
el problema protestante. Más allá de acuerdos concretos, Innsbruck supuso una
gran alianza entre Carlos y Fernando que se mantuvo vigente hasta que en 1551
estalló la crisis sucesoria.
El 15 de junio de 1530 Carlos V llegó a Augsburgo
con el firme propósito de resolver el problema protestante, máxime cuando había
logrado pacificar la Monarquía Hispánica e Italia. Pero el Imperio era algo muy
distinto, allí él era el Emperador, pero un emperador elegido por los Príncipes
Electores y por tanto con un poder pactado y muy limitado.
En la Dieta de Augsburgo se plantearon tres grandes
cuestiones: el problema protestante, la amenaza turca y la reorganización del
Imperio. De ellas, la más urgente era la religiosa ya que existía un clima de
enfrentamiento que podía derivar en una guerra civil, máxime si se tiene en
cuenta el importante desarrollo social de las ideas reformistas que ya habían
provocado varias guerras internas y que estaban encontrando una gran
repercusión entre el oprimido pueblo alemán. Por este motivo, parecía sencillo
que los grandes nobles se pusieran de acuerdo sobre el problema protestante, ya
que una revuelta popular los perjudicaba a todos.
Melanchthon. Lucas
Cranach.
En la Dieta, las ideas protestantes fueron defendidas
porMelanchthon,
ya que Lutero tenía prohibida la asistencia desde su condena en 1521 en Worms.
Melanchthon presentó la denominada Confesión de Augsburgo, un documento que
suponía un sincero esfuerzo por parte de los protestantes para acercar
posiciones. Carlos V recibió con alegría estos intentos de concordia y para
resolver el contencioso ordenó la creación de una comisión compuesta por cuatro
príncipes, tres teólogos católicos y tres teólogos protestantes. Pese a los
buenos augurios iniciales, pronto empezaron las dificultades, ya que pese a los
esfuerzos de Melanchthon, se fueron imponiendo las tesis más reaccionarias
tanto de los protestantes como de los católicos.
Ante el estancamiento de las negociaciones, Carlos
V consideró, ya en el mes de julio, la necesidad de convocar un Concilio. Con
este fin escribió a Clemente VII, pidiéndoles la convocatoria del mismo, pero
el Papa se negó ante el temor de que dicha convocatoria supusiera un menoscabo
a su poder en el seno de la Iglesia. Para finales de año era evidente que las
conversaciones con los protestantes habían fracasado y que Clemente VII nunca
convocaría un concilio. Para Carlos V sólo quedaba el recurso a las armas o
esperar a que la situación mejorase con el tiempo.
Ante la situación en que había derivado la Dieta,
el cardenal García
de Loaysa, que representaba en Roma los intereses de Carlos V, le aconsejó
que se desligara de Roma. Para Loaysa, ante la negativa papal a convocar un
concilio, lo mejor que podía hacer el Emperador era quedarse al margen y no
aplicar de forma unilateral la represión contra los protestantes, es más, el
cardenal apremió al Emperador a que permitiese que cada cual tuviera el credo
que quisiera, se olvidase de la cuestión religiosa y se limitase a ser la
cabeza política de la Cristiandad. Carlos V hizo caso a su cardenal, al menos
de momento.
En el transcurso de la Dieta, le llegó a Carlos V
una desgraciada noticia, su segundo hijo varón, el infante Fernando, que había
nacido el 22 de noviembre de 1529, había fallecido el 13 de julio, con apenas
siete meses.
Carlos V necesitaba a una persona de confianza que
le representara al frente del Imperio cuando él se encontrase ausente. Tras su
coronación en Bolonia, tenía la facultad, según la Bula de Oro, de elegir al
Rey de Romanos, su sucesor, por lo que la situación era inmejorable. Por ello,
Carlos V eligió a su hermano Fernando como Rey de Romanos y heredero del
Imperio. De este modo, quedaba desvinculado el Imperio del resto de sus
territorios, ya que estos los heredaría su hijo Felipe, que había quedado fuera
de la elección imperial tras el nombramiento de Fernando. En todo caso, la
elección se confirmó en Colonia el 5 de enero de 1531 y el 11 de enero Fernando
era coronado en Aquisgrán.
El otro asunto que preocupaba a Carlos V, la lucha
contra el Imperio Otomano, se saldó de forma satisfactoria, ya que la Dieta
concedió una importante ayuda para sostener un ejército de 40.000 soldados y
8.000 caballos durante seis meses.
El 30 de noviembre de 1530 se produjo la muerte de
Margarita de Saboya, la tía de Carlos V, que llevaba prácticamente una década
gobernando los Países Bajos para su sobrino. La pérdida de Margarita fue
especialmente dolorosa para el Emperador, ya que no sólo perdía a la mujer que
le había criado, además perdía a una de las figuras políticas más importantes y
que mejor le había servido desde su llegada al poder. Carlos tenía que cubrir
esa pérdida y tenía que hacerlo cuanto antes. La persona ideal para ello era su
hermana María de Hungría, que habían nacido en los Países Bajos, tenía
experiencia de gobierno y un gran prestigio como reina viuda. No obstante,
María tenía un serio problema, había mostrado ciertas simpatías por las ideas
protestantes, lo que hizo dudar a Carlos durante algún tiempo, hasta que en la
reunión familiar de Innsbruck, meses antes de la muerte de Margarita, estas
dudas se disiparon y María fue llamada, ya entonces, al lado del Emperador. Por
ello, a la muerte de Margarita, María se convirtió en su heredera como
gobernadora de los Países Bajos.
Resueltos los asuntos en el Imperio, Carlos V
empleó el año de 1531 en visitar los Países Bajos y reorganizar su gobierno. El
Emperador situó junto a la nueva gobernadora a tres importantes instituciones:
el Consejo de Estado, el Consejo Privado y el Consejo de Hacienda, con el
objetivo de que colaborasen en el gobierno.
En enero de 1532, Carlos V abandonó los Países
Bajos de regreso al Imperio, donde había convocado una nueva Dieta imperial,
esta vez en Ratisbona. El motivo de la convocatoria eran los rumores de que
Solimán preparaba una gran ofensiva para ese año.
El embajador de Venecia en Constantinopla, un
puesto de gran importancia en la época, fue el que dio la voz de alarma en la
Cristiandad. Venecia, como potencia comercial que tenía negocios con
Constantinopla, tenía una embajada permanente en tierras otomanas, embajada que
además de su cometido comercial cumplía una importante labor de espionaje que
frecuentemente se ha minusvalorado.
Ante la amenaza de Solimán, Carlos V reaccionó
pidiendo el apoyo de toda la Cristiandad, ya fueran católicos o protestantes.
En esos momentos, tanto unos como otros reconocían los esfuerzos imperiales por
alcanzar un acuerdo y llegar a una solución del problema religioso, por lo que
todos respetaban la autoridad del Emperador. No obstante, para hacer frente a
Solimán, Carlos V necesitaba más recursos de los que el Imperio tenía,
necesitaba la unidad de todos los Príncipes.
A principios de 1532 se convocó la Dieta de
Ratisbona, en la que Carlos volvió a hacer un llamamiento en favor de la paz en
la Cristiandad y por la guerra contra los turcos. Los esfuerzos pacificadores fueron
reconocidos por todos y Carlos V consiguió un ayuda importante que le permitió
levantar un ejército de 100.000 hombres. Todos los territorios de Carlos V
colaboraron en la formación de este ejército, incluso su hermano Fernando mandó
un contingente importante de soldados checos, pero una vez más, fueron los
tercios viejos los que formaron la fuerza de choque, el orgullo de la
infantería imperial. También llegaron nobles de todos los lugares, acompañados
de sus propias huestes. La aportación económica también fue considerable,
500.000 ducados, lo que quedaba del rescate de los hijos de Francisco I, fueron
enviados desde Castilla que además, sumó ciento ochenta millones de maravedís
aprobados por las Cortes; el virrey de Cataluña envió 70.000 ducados. Todos
estos fondos se completaron con las aportaciones particulares de los
principales nobles, entre los que destacó la duquesa de Medina-Sidonia que dio
50.000 ducados. Los Países Bajos concedieron importantes subsidios y el rey de
Portugal envió 100.000 ducados. En definitiva, un despliegue militar y
económico sin precedentes.
Carlos V se puso al frente de su ejército y marchó
hacia Viena para encontrarse con el ejército turco. El ejército otomano
encontró una inesperada resistencia en Güns, una fortaleza a 100 kilómetros de
Viena, que frenó su avance en agosto de 1532. Mientras, Carlos V continuaba su
avance. Solimán no llegó a atacar Viena, pero empezó a plantearse la retirada
ante la oposición encontrada. El 27 de septiembre, tras varios choques menores entre
las vanguardias de ambos ejércitos, de los que salieron vencedores las tropas
de Carlos V, Solimán el Magnífico inició la retirada. No se
había producido la gran batalla entre ambos emperadores, pero Carlos V había
logrado expulsar a Solimán.
Tras el triunfo ante Solimán, Carlos V podía
iniciar el anhelado regreso a España, pero una inquietantes noticias le
hicieron demorar su viaje. Según sus informadores en Roma, Clemente VII había
vuelto a entablar negociaciones secretas con Francia, además, la diplomacia
francesa estaba tratando de alcanzar un acuerdo con Inglaterra. Era por tanto
urgente que el Emperador afianzase sus alianzas en Italia.
A finales de diciembre de 1532, Carlos V llegó a
Bolonia donde le esperaba Clemente VII. El Papa estaba molesto por el apoyo del
Emperador al duque de Ferrara, con el que se disputaba las ciudades de Módena y
Reggio; por su parte, el Emperador quería que se suspendiera el enlace entre Catalina
de Médicis, sobrina del Papa, y el hijo del rey francés, Enrique
de Valois. Tras duras negociaciones, el 24 de febrero de 1533 se alcanzó un
acuerdo secreto. El Papa se comprometía a convocar un concilio para tratar el
tema protestante, mientras que ambos poderes se comprometían a no firmar ningún
tipo de alianza por separado, a luchar contra los turcos y a mantener el statu
quo en Italia. Resuelto esto, Carlos V se dispuso a emprender viaje
hacia España, pero antes, concertó una alianza matrimonial entre Francisco
Sforza y su sobrina Cristina de Dinamarca.
Catalina
de Medici viuda. François Clouet.
Durante su estancia en Bolonia, Carlos V cumplió
con uno de sus deseos personales más anhelados, hacerse con los servicios de un
pintor de cámara que fuera capaz de recoger la grandeza del Emperador. En 1530,
el duque de Mantua le había presentado a Tiziano,
pero en esos momentos el Emperador tenía preocupaciones más importantes. En
1533, sin embargo, con muchos de sus problemas resueltos, Carlos V pensó en
Tiziano como el pintor que estaba buscando. Carlos V entusiasmado con la obra
del genio veneciano, no sólo lo incorpora a su Corte, sino que le concede el
título de consejero áulico.
El 28 de febrero de 1533 Carlos V salió de Bolonia
rumbo a España, pero antes recorrió el norte de Italia para afianzar sus
alianzas. Tras un accidentado viaje por mar, Carlos V desembarcó en Rosas y de
allí, marchó a galope a Barcelona, distancia que cubrió en veinticuatro horas,
donde le esperaba ansiosa la Emperatriz y sus hijos.
Carlos V se encontró, tras cuatro años de ausencia,
un Monarquía Hispánica cuyas costas estaban amenazadas por Barbarroja desde
Argel. Sus principales consejeros, encabezados por Tavera, le instaron a armar
una flota que arrasara Argel y pacificase el Mediterráneo. También la Emperatriz
era partidaria de esta medida. Por otro lado, había un cierto malestar en la
Monarquía, que consideraba que sus intereses habían sido sacrificados a los del
Imperio. Era necesario que Carlos V explicara a la opinión pública cual iba a
ser la política a seguir, había que convocar Cortes.
La primavera de 1532 la pasó Carlos V en Barcelona,
junto a su familia, descansando del ajetreo de los últimos años. No obstante,
las malas noticias que llegaban del exterior provocaron la preocupación del
Emperador. Clemente VII continuaba con su proyecto de alianza con Francisco I y
en Inglaterra, Enrique VIII se casaba con su amante Ana Bolena,
sin haber logrado la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Sólo
las alegrías de su vida doméstica contrarrestaban estas malas noticias.
El 19 de junio de 1533 se abrieron las Cortes de
Monzón con un elocuente discurso imperial sobre los muchos éxitos cosechados en
los últimos años. En medio de las Cortes, llegó una noticia alarmante de
Barcelona, la Emperatriz se encontraba gravemente enferma y se temía por su
vida. Carlos V se puso en marcha urgentemente y en dos días recorrió los 250
kilómetros que separa Monzón de Barcelona, una marca sorprendente para la
época. El 12 de julio, una vez que la Emperatriz se hubo recuperado, Carlos V
regresó a Monzón. Hasta finales de diciembre se alargaron aquellas Cortes, para
pesadumbre del Emperador que estaba deseoso de volver junto a su familia.
En los meses que duraron las Cortes, Carlos V no
podía permanecer ajeno a lo que ocurría en sus dominios, máxime cuando de
Bruselas llegaban alarmantes noticias. María de Hungría cayó en un estado de
grave depresión que hizo temer lo peor y recordaba a la crisis mental de su
madre Juana la Loca. Para alivio del Emperador, la crisis de María
fue solucionándose y poco a poco salió del estado depresivo en el que se
encontraba. También en esos meses, otro tema atraía el pensamiento del
Emperador, la forma de revitalizar las relaciones con Dinamarca, de gran
importancia para el comercio de los Países Bajos en el Báltico.
Tras concluir las Cortes de Monzón el 30 de
diciembre, al día siguiente el Emperador llegó a Zaragoza para reunirse con la
Emperatriz y juntos viajar a Toledo, donde pasaron el invierno. A partir de
mayo de 1534, Carlos V inició un viaje por las principales ciudades de
Castilla, aquellas que años atrás habían protagonizado el levantamiento
comunero. En este importante viaje, Carlos V sacó tiempo para visitar a su
madre, pero no en Tordesillas sino en la pequeña villa de Mojados, ya que la
peste asolaba Tordesillas. El viaje era crucial, ya que Carlos V estaba
pensando en convocar Cortes en Castilla para obtener nuevos fondos y era
necesario hacer un poco de propaganda antes de exigir nuevos esfuerzos al
agotado pueblo castellano.
La expansión de la Monarquía Católica por el sur
del Mediterráneo se vio interrumpida en 1516 por la muerte de Fernando el
Católico. Esto fue aprovechado por Arug
Barbarroja y su hermano Khair,
para hacerse con el control de Argel. A partir de entonces, los corsarios de
Argel protagonizaron diversas razzias sobre las costas hispanas.
La marcha de Carlos V a Italia en 1529 dio nuevas
fuerzas a Khair Barbarroja (Arug había muerto en 1518), que multiplicó sus
ataques por el Mediterráneo occidental. Pese a los insistentes ruegos de la
Emperatriz, los esfuerzos bélicos de Carlos V estuvieron en otros frentes y la
flota imperial estaba ocupada en el Mediterráneo oriental en lucha contra los
turcos.
El 2 de agosto de 1534 Barbarroja, que había sido
nombrado almirante de la armada turca, se apoderó de Túnez, cuyo rey Muley
Hasan era feudatario de Carlos V. Además, el corsario argelino había atacado
Nápoles. Esto suponía un ataque directo a los intereses imperiales en el
Mediterráneo, ya que Barbarroja no sólo era un corsario, era el almirante de la
flota turca en el Mediterráneo occidental, con lo que todos los territorios de
Carlos V en Italia corrían peligro. El Emperador ordenó la movilización general
en todos sus territorios del Mediterráneo.
Antes de emprender ninguna acción eran necesarios
nuevos fondos, con este fin se convocaron las Cortes de Castilla en Madrid. El
discurso inicial fue semejante al de Monzón, donde Carlos V había logrado
algunos éxitos en cuanto a sus prerrogativas regias, pero no había conseguido
el dinero que buscaba. Por lo tanto, correspondía de nuevo a Castilla sufragar
los gastos de la defensa de la Monarquía. Las Cortes otorgaron 200.000 ducados,
todo lo que podían dar, pero insuficientes.
Carlos V empezó a movilizar las tropas, para ello
solicitó la participación de las Órdenes Militares, pero la respuesta fue
decepcionante. Cuando parecía que la expedición a Túnez se iba a postergar de
nuevo, llegó una fabulosa noticia, la flota de Indias llegó con más oro y plata
del que había traído nunca. Pizarro acababa de conquistar el rico Perú y los
tesoros incas, mucho mayores que los aztecas, llegaban a España para colmar las
exhaustas arcas. Desde ese momento, las remesas de América se incrementaron de
forma espectacular, a partir de 1535 llegaban a Sevilla una media de 300
millones de maravedíes anuales.
Francisco
Pizarro.
El dinero llegado de América, más los 200.000
ducados de las Cortes de Castilla, más otros 800.000 obtenidos de préstamos de
particulares y las cantidades aportadas por el clero, las Órdenes Militares, la
Mesta y los impuestos sobre la seda granadina, hicieron subir los fondos del
Emperador hasta los dos millones de ducados.
Resuelto el problema económico, la flota se empezó
a reunir en Barcelona. El Emperador mantuvo en secreto su deseo de ponerse una
vez más al frente de sus tropas. Tanto sus consejeros más cercanos como la
Emperatriz, conocieron a última hora sus planes y trataron de disuadirlo sin
éxito. Además de derrotar a Barbarroja, Carlos V pretendía visitar sus reinos
italianos.
Carlos V contó en esta ocasión con el apoyo
entusiasta del nuevo papa, Paulo
III, que puso a su disposición seis galeras y presionó a Francisco I para
que no iniciara la guerra de nuevo. Por si el rey francés ignoraba los
designios papales, Carlos V envió una alta suma de dinero a los Países Bajos
para armar un ejército en el caso de que Francisco I atacase. Además, buscó el
compromiso de los príncipes alemanes de atacar Francia si Francisco I hacía
algún movimiento. Tras la ofensiva diplomática para dejar seguras sus
fronteras, Carlos V puso en marcha la movilización de sus ejércitos. Ocho mil
hombres fueron reclutados en Castilla y otros tantos landsquenetes en Alemania.
Los tercios viejos de Italia se pusieron en marcha y miles de soldados
italianos fueron reclutados. A estos se sumaban, la Orden de San Juan y una
poderosa flota portuguesa. En total las fuerzas imperiales contaban con unos
30.000 soldados, a los que había que sumar los aventureros y las fuerzas
aportadas por los nobles españoles, portugueses, flamencos, borgoñones e
italianos. Tal apoyo se debió al espíritu de cruzada que envolvía a la
expedición, pero también a la fama de Carlos V.
El 31 de mayo de 1535 la flota imperial salió del
puerto de Barcelona entre el júbilo de los congregados. Carlos V, el Emperador
de la Cristiandad partía a la cruzada contra el Turco. La flota imperial navegó
hacia Cagliari (Cerdeña) al encuentro del resto de las fuerzas, las tropas
italianas y alemanas mandadas por el marqués
del Vasto. El 15 de junio las fuerzas imperiales ocuparon Puerto Farina,
junto a las ruinas de Cartago. En los dos días siguientes el ejército
desembarcó y se estableció una sólida cabeza de puente. Era fundamental
mantener abiertas las rutas marítimas ya que por mar tenían que llegar los
aprovisionamientos del ejército. No obstante, pese a los esfuerzos de la flota,
pronto empezó a fallar el avituallamiento, por lo que se recurrió al mercado
negro. Las inclemencias climáticas y las malas condiciones alimenticias
empezaron a amenazar el ejército, por lo que urgía tomar una plaza fuerte, La
Goleta. Tras un mes de continuo avance, Carlos V llegó a los muros de la
fortaleza y se lanzó al ataque. La inexpugnable plaza de La Goleta fue batida
durante horas por la artillería de la flota imperial y de las piezas de tierra,
hasta que finalmente se abrió una brecha en sus muros por la que entraron los
tercios viejos españoles. El 16 de julio de 1535 La Goleta cayó en manos
imperiales.
A la conquista de La Goleta, la plaza marítima más
importante de Túnez, se unió la noticia del nacimiento de una nueva hija del
Emperador, la princesa Juana. Ante este triunfo se planteó el interrogante de
si había que seguir adelante o si ya se había cumplido el objetivo de la
misión. La captura de La Goleta significaba que las flotas de Barbarroja ya no
podrían partir desde Túnez, pero Carlos V quería más, deseaba derrotar
completamente a su enemigo en Túnez. La toma de La Goleta había supuesto además
la captura de 85 barcos y 200 cañones.
El 20 de julio el ejército se puso de nuevo en
camino, con el objetivo de capturar Túnez. La mayor dificultad del ataque era
la época del año, en pleno verano las armaduras imperiales se convertían en
trampas mortales, al tiempo que la sed hacía mella entre las tropas y se
producían violentos enfrentamientos por la posesión de los pozos de agua.
Barbarroja confiaba en el clima para derrotar al ejército de Carlos V, no
habituado a semejantes temperaturas. En medio de estas penalidades ocurrió un
hecho inesperado, aprovechando que las tropas de Barbarroja habían salido de la
ciudad para defender los pozos de agua, los miles de esclavos cristianos que se
encontraban en el interior se sublevaron y se adueñaron de la fortaleza.
Barbarroja no tuvo más remedio que huir y Carlos V entró en Túnez prácticamente
sin resistencia. Sólo faltaba, para que la victoria fuera total, la captura de
Barbarroja, pero a pesar de que Andrea Doria le persiguió hasta Argel, el
corsario logró darse a la fuga. En Túnez Carlos V se apoderó de unas
comprometedoras cartas de Francisco I que probaban una alianza entre Francia y Barbarroja.
Tras la asombrosa victoria del Emperador, se dio
por concluida la campaña y Carlos V inició los preparativos para desplazarse a
Sicilia. En España no se entendió bien el motivo por el que el Emperador no
había perseguido a Barbarroja hasta Argel, así lo expresó la Emperatriz:
Quedo con gran deseo de saber la determinación que
V. M. había tomado después de la venida de Jorge de Melo, así con el rey de
Túnez como en lo demás que se había de hacer en el armada. Espero en Dios que
será lo que más convenga a su servicio, que lo que acá deseamos es que se
acabase de destruir ese corsario, y se le tomase a Argel, pues yendo tan
desbaratado paresce que se podría hacer agora con más facilidad que en otro
tiempo, demás de acabar de limpiar la mar de las galeras que le quedaron y
otras fustas que andan haciendo daño por estas costas. Lo cual se podrá bien
efectuar sin poner V. M. en ello su imperial persona.
Carlos V no siguió estos consejos y se marchó a
Sicilia. Al igual que ocurrió con Francisco I en Pavía, Carlos V no apuró su
victoria hasta el final, quizá por ser esto contrario a su espíritu de
caballero. No obstante el Emperador tenía sus motivos para no continuar la
campaña, por un lado, entre Túnez y Argel había una gran distancia, por otro el
ejército estaba agotado por los rigores del clima y por último, las provisiones
estaban agotadas y podía ocurrir el desastre. Barbarroja aprovechó la situación
para lanzar a las fuerzas que le quedaban sobre Menorca. Conquistó Mahón, asoló
la isla y capturó gran cantidad de esclavos. En España creció el malestar
general ya que se entendía que la toma de Túnez sólo beneficiaba a los
territorios italianos del Emperador, mientras que España, que tanto había
contribuido a la victoria, era la pieza sacrificada. Carlos V permaneció en
Sicilia durante el otoño de 1535 y posteriormente pasó a Nápoles, donde estuvo
todo el invierno. En aquellos momentos, los intereses del Emperador se
encontraban en Italia, en afianzar su dominio sobre Italia que equivalía a
hacerlo sobre Europa entera; mientras que España tenía que pasar a un segundo
plano.
En los primeros días de agosto, el ejército
imperial se dispuso a reembarcarse rumbo a Italia, a excepción de la guarnición
que quedó el La Goleta. El 22 de agosto, Carlos V desembarcó en Sicilia, donde
fue recibido con grandes muestras de entusiasmo por la población. Allí, el
Emperador fue proclamada Carolus Africanus, al estilo de los
antiguos conquistadores de Roma. En Palermo, los Estados del Reino le
concedieron un subsidio de 150.000 ducados. Más espectacular fue el
recibimiento que le dio Nápoles y mucho más alta la cantidad de dinero: un
millón y medio de ducados.
La alegría del Emperador en Italia se truncó el 19
de febrero de 1536 ante una alarmante noticia, Francisco I había invadido el
ducado de Saboya. Francisco I no sólo había vuelto a Italia, había atacado
Saboya cuya duquesa era hermana de la Emperatriz. Ante esto, Carlos se veía
obligado a dilatar su ausencia de Castilla, pues una nueva guerra iba a
comenzar.
Antes de iniciar el conflicto, Carlos V buscó el
apoyo de Paulo III y el nuevo Papa se comprometió a actuar como mediador entre
ambos reyes. No obstante, Carlos V no se fiaba ya de Francisco I e inició los
preparativos para la guerra mientras aún se negociaba para alcanzar la paz.
Carlos V se dirigió a Roma para entrevistarse personalmente con Paulo III y
transmitirle su malestar por haber permitido que Francisco I usara los diezmos
eclesiásticos para rearmarse.
Roma se engalanó para recibir al Emperador, se
demolieron casas, se limpiaron edificios, se erigieron arcos triunfales, en
suma se preparó un recibimiento al estilo del que recibían en la Antigüedad los
generales victoriosos romanos. El 4 de abril Carlos V llegó a las afueras de
Roma acompañado de un impresionante séquito militar y el día 5 hizo su entrada
triunfal en la Ciudad Eterna. En Roma, el 17 de abril, ante el Papa, el Colegio
cardenalicio y los embajadores europeos, Carlos V realizó un discurso en
español, auténticamente sorprendente en el que trató de ganarse el favor de
todos y acusó a Francisco I de estar aliado con los musulmanes y ser el
perpetuo violador de la paz. La fuerza y el tono directo del discurso, junto
con el patente enfado del Emperador por la actitud de Francisco I sorprendieron
a toda la audiencia, incluyendo a sus propios consejeros. Carlos V, en la cima
de su poder, reclamaba al Papa y al resto de los Estados que reconocieran sus
méritos, sus deseos de paz y que arremetieran contra Francisco I. Una vez más,
Carlos V volvió a retar al rey francés a un combate singular.
Para Francia la caída de Túnez en manos de Carlos V
no era una buena noticia, ya que debilitaba sus relaciones con Argel y
fortalecía la posición del Emperador. Francisco I sólo había firmado la Paz de
Cambrai para ganar tiempo y restablecer su precaria posición militar, pese a lo
firmado, nunca había renunciado al Milanesado y eso sólo podía conducir a un
nuevo enfrentamiento con Carlos V.
Tras Cambrai, Francisco I se lanzó a una febril
reorganización de los recursos de su reino y a una actividad diplomática
tendente a aislar a Carlos V. Fue entonces cuando se creó un ejército nacional
francés compuesto de poderosas legiones. Francisco I firmó alianzas con Enrique
VIII, al que prometió ayuda en su pleito con Roma; con los príncipes alemanes
protestantes de la Liga de Esmalkalda; y con el Papado a través de la boda de
su hijo Enrique con Catalina de Médicis, sobrina de Clemente VII. Todo este
despliegue diplomático fue posible por el debilitamiento de la posición de
Carlos V en el norte de Europa. En efecto, el Emperador, al volcar sus
esfuerzos en el Mediterráneo, tuvo que hacer algunas concesiones en Europa y su
relación con su hermano Fernando se resintió. Por todo ello, Francisco I,
seguro de sus fuerzas y de sus apoyos diplomáticos, se lanzó sobre Italia e
invadió Saboya.
La respuesta de Carlos V a la invasión de Saboya no
se hizo esperar. En su discurso de Roma, el Emperador dio un plazo de veinte
días a Francisco I para que abandonase Saboya o habría guerra. El 18 de abril
de 1536 Carlos V salió de Roma al encuentro de sus ejércitos del norte de
Italia, al mismo tiempo que desarrollaba los preparativos para un doble ataque
sobre Francia.
Carlos V movilizó a sus fuerzas en España e Italia
y reclutó a 35.000 landsquenetes en Alemania. La idea imperial era lanzar un
ataque masivo no en Italia sino desde Italia. Pretendía invadir Francia por
todas parte, por un lado un ataque marítimo de la flota, por otro una invasión
desde Italia y por otro un ataque desde la frontera de los Países Bajos. En el
mes de junio Carlos V llegó a Lombardía con un ejército de 60.000 soldados
(24.000 alemanes, 26.000 italianos y 10.000 españoles) más la caballería y la
artillería. Poco después se añadieron los refuerzos enviados por Fernando desde
el Imperio y los de España: 4.000 soldados y 600.000 ducados.
Entre el 17 y el 25 de julio el ejército de Carlos
V cruzó los Alpes marítimos. El día 25 Carlos V entraba en Niza y de allí
recorría toda la Provenza. El 2 de agosto se ordenó que desembarcara la
artillería para marchar sobre Marsella. Las tropas francesas, al mando de Montmorency,
aplicaron una táctica de tierra quemada, que consistía en retirarse sin
combatir pero arrasando todo tras ellos para que el ejército imperial no
pudiera abastecerse. En poco tiempo las tropas imperiales empezaron a padecer
enfermedades derivadas de la falta de alimentos. El ataque sobre Marsella
fracasó y la invasión del conde de Nassau desde los Países Bajos también. Ante
esto, el 4 de septiembre Carlos V ordenó la retirada. En la retirada falleció
el gran general Antonio Leyva y el poeta Garcilaso
de la Vega. Para los ideales de la época, la victoria había correspondido a
Carlos V ya que su rival no se había atrevido a presentar batalla, pero lo
cierto es que de la invasión de Francia el Emperador no había logrado nada.
En su retirada, Carlos V dejó una guarnición en
Niza para evitar futuros ataques de Francisco I sobre Provenza. Posteriormente
llegó a Génova, donde estuvo más de un mes reorganizando sus fuerzas en Italia.
Para sustituir al difunto Leyva nombró al marqués del Vasto. Finalmente,
entrado ya el mes de noviembre, el Emperador zarpó de regreso a España.
El 5 de diciembre Carlos V desembarcó en la costa
catalana y emprendió camino hacia Tordesillas donde había dado orden de que se
reuniese su familia. Cabalgando sin descanso, llegó a Tordesillas el 19 de
diciembre. Tras pasar las Navidades descansando en Tordesillas, rodeado de su
familia, el 29 de diciembre se trasladó, junto a la Corte, a Valladolid. Allí
permaneció hasta el mes de julio, afectado por un grave ataque de gota. El
Emperador se mostró apático y cansado, ni siquiera las Cortes de Castilla,
convocadas en el mes de abril, lograron que saliera de su abatimiento. Castilla
no se encontraba en una buena situación económica, no obstante, se pidieron
nuevos subsidios, más de doscientos millones de maravedíes a pagar en dos años,
para hacer frente a una situación internacional ciertamente complicada. Así, la
fallida invasión de Francia había envalentonado a Francisco I y se temía su
contraataque. Además, la amenaza turca seguía vigente, máxime cuando la alianza
entre Francia y el Imperio Otomano se había redoblado.
Ante la crítica situación internacional, Carlos V
salió de su apatía. El 23 de julio de 1537 salió de Valladolid y diez días más
tarde se encontraba en Zaragoza, dispuesto a presidir las Cortes de Monzón.
Atrás quedaba la Emperatriz, de nuevo embarazada. El 10 de agosto llegó a
Monzón, donde le esperaban los representantes de Cortes. Mientras tanto, un
nuevo problema ocupó la atención del Emperador. Su hermana María de Hungría se
quejaba del intervencionismo en sus decisiones del consejero imperial Granvela.
Pese al respeto que tenía a su hermana, Carlos V confiaba plenamente en
Granvela y de hecho, el entendimiento entre Granvela y Cobos era una de las
bases del Gobierno de Carlos V. El primero se ocupaba de los asuntos
internacionales y el segundo de los de España.
Las Cortes de Monzón se prolongaron hasta mediados
de noviembre, pero finalmente, Carlos V logró la mayor cantidad de dinero que
las Cortes le habían otorgado hasta entonces. Al finalizar la Cortes, a Carlos
V le llegó la inquietante noticia de que la Emperatriz había dado a luz un niño
pero que no lograba recuperarse del parto. El 27 de noviembre Carlos V llegó a
Valladolid tras una veloz cabalgata. Pero su estancia junto a su esposa se vio
interrumpida por los acontecimientos internacionales. El rey francés se
acercaba con su Corte a Provenza y Carlos no podía dejar pasar la oportunidad
de entrevistarse con él y llegar a la tan ansiada paz.
Si Carlos V no se encontraba en situación de
entablar una nueva campaña militar, Francisco I no se hallaba en una situación
mucho mejor. Por eso, ambos iniciaron contactos para llegar a la paz. En estos
contactos tuvieron un destacado papel María de Hungría y el delfín Enrique de
Francia. Se acordó que dos comisionados de cada bando se reunieran en
territorio fronterizo para tratar de llegar a un acuerdo, por parte francesa
fueron el cardenal de Lorena y Montmorency, mientras que por parte imperial
asistieron Granvela y Cobos.
A principios de febrero de 1538 se había formado la
Santa Liga entre el Emperador, su hermano Fernando y Venecia, para luchar
contra los ataques otomanos en el Mediterráneo. Ante la perspectiva de un nuevo
ataque contra el Islam, Paulo III decidió intervenir en la querella entre
Francisco I y Carlos V. Así, citó a ambos en Niza para tratar de alcanzar un
acuerdo. En Castilla, la Emperatriz aconsejaba a su esposo que no fuera a Niza,
ya que el Reino no podía afrontar los gastos, no obstante el viaje se hizo y
Castilla se endeudó hasta extremos imposibles para financiarlo. Finalmente, de
la mediación de Paulo III no salió la tan ansiada paz, sólo una tregua por diez
años.
Carlos V acompañó a Paulo III en su viaje de
regreso a Italia y, pese a que no logró que el Papa rompiera su neutralidad en
su favor, si consiguió una alianza familiar (se concertó el matrimonio de la
hija natural del Emperador, Margarita, con el nieto del Papa, Octavio Farnesio)
y los ingresos de cinco años de la Bula de Cruzada, dos millones de ducados.
Leonor de Austria logró lo que el Papa no había
conseguido, que se produjera un encuentro entre su hermano Carlos V y su marido
Francisco I. La entrevista se fijó en Aigues-Mortes, al regreso del viaje del
Emperador. Allí llegó el 4 de julio la flota imperial. El encuentro se
transformó en unas sorprendentes muestras de amistad y afecto por parte de
ambos soberanos.
El 20 de julio de 1538 Carlos V desembarcaba en
Barcelona ilusionado tras su afectuosa entrevista con Francisco I. Todo parecía
indicar que el Emperador podría llevar a término la muchas veces postergada campaña
contra Argel. Ese verano lo pasó en compañía de su familia en Valladolid, desde
donde convocó las Cortes generales de Castilla en Toledo.
El 23 de octubre la Corte llegó a Toledo. El
Emperador necesitaba más hombres y dinero para realizar la campaña de Argelia.
El estado de la Hacienda era auténticamente caótico, Francisco de los Cobos
realizó un informe según el cual hacían falta 4.273.000 ducados (1.601.365.000
maravedíes) para sanear las cuentas imperiales, cifra inalcanzable para los
recursos de Carlos V. En sólo cuatro años se había pasado de una Hacienda
saneada gracias a la plata de Perú, a una situación desesperada, y eso debido a
la campaña de Túnez, la tercera guerra con Francia y los gastos del viaje
imperial a Niza y Aigues-Mortes. La única solución pasaba por lograr que las
Cortes adelantaran los subsidios correspondientes a 1540-1542 y que las clases
privilegiadas aceptaran cooperar económicamente. No obstante, la respuesta de
los nobles en las Cortes de Toledo fue muy distinta, allí, solicitaron al
Emperador que cambiara su política exterior y que pusiera fin a las guerras y a
los costosos desplazamientos de la Corte. Las ciudades pusieron las mismas
objeciones y sólo el clero se prestó voluntarioso a las peticiones imperiales.
Según lo acordado en la Santa Liga, había que
levantar un ejército de 300 barcos, 50.000 infantes y 4.500 caballeros, de los
que la mitad correspondían al Emperador. Semejantes fuerzas hicieron florecer
en la Cristiandad la idea de una nueva cruzada general contra el Islam, al
estilo que las de la Edad Media. A lo largo de todo el año 1538, Carlos V se
mostró entusiasmado con la idea de ponerse al frente de las tropas de la
Cristiandad. Pese a este entusiasmo, la realidad se mostró mucho más parca y
los aliados no fueron capaces de reunir más que 131 galeras y 16.000 soldados,
de los que 11.000 eran españoles.
El ejército de la Liga tuvo una primera victoria en
la montenegrina Herzeg Novi (Castelnuovo) y logró acorralar a la flota de
Barbarroja en el golfo de Artá. Se trataba de un primer ensayo de lo que
debería ser el gran ataque del verano de 1539. En Herzeg Novi quedó un tercio
viejo, al mando de Francisco Sarmiento. Estos soldados, unos 4.000,
protagonizaron el hecho más impresionante de esta campaña, ya que lograron
aguantar la acometida de todo el ejército de Barbarroja, unos 50.000 hombres,
ayudados además por la flota otomana, desde el 15 de julio al 7 de agosto de
1539. Para esas fechas, la Santa Liga estaba prácticamente disuelta. No
obstante, la gesta del tercio de Castelnuovo no fue inútil, por un lado
Barbarroja sufrió un número sorprendente de bajas, lo que desgastó su poderío,
por otro, la Cristiandad quedó maravillada de la heroica defensa, sobre todo
Italia, amenazada por los turcos y que veía como los únicos capaces de
defenderla eran aquellas tropas imperiales, dispuestas a todo antes de
rendirse.
Un hecho oscuro referente a la Santa Liga fueron
las negociaciones secretas llevadas a cabo entre la diplomacia imperial y
Barbarroja. Estas negociaciones, iniciadas en 1537 curiosamente por Barbarroja,
tenía por objeto convertir al almirante turco en vasallo de Carlos V, tal y
como había ocurrido anteriormente con Andrea Doria. Hasta 1540 estuvieron en
pie las negociaciones, pero finalmente no se alcanzó ningún acuerdo.
La Santa Liga no logró los objetivos deseados por
diversas razones. En primer lugar, Venecia sólo pretendía obtener mejores
posiciones comerciales con respecto al Imperio Otomano; por otro lado, Francia
se negó a apoyar a la Liga y Carlos V fue incapaz de levantar al ejército
necesario tras la negativa de las Cortes de 1538. Además, los pobres resultados
logrados en 1538 hicieron que la alianza se debilitara aún más. Finalmente, en
la primavera de 1539, Carlos V renunció a sus sueños de cruzada.
La emperatriz Isabel, que nunca había gozado de una
salud demasiado buena, nunca llegó a sobreponerse del todo del mal parto de
octubre de 1537. Al estado de salud de la Emperatriz en nada ayudaban sus
continuos partos, en los doce años que duró el matrimonio, y teniendo en cuenta
las frecuentes ausencias del Emperador, Isabel estuvo embarazada siete veces.
El 1 de mayo de 1539 la Emperatriz abortó de tres meses y a consecuencia de
ello murió. La muerte de Isabel afectó en gran medida a Carlos V, ya que no
sólo perdió a su esposa, a la que amaba, además perdió a una de sus mejores
colaboradoras, a la persona que se encargaba de las regencias en su ausencia, a
una fiel consejera y a la encarnación de la amistad entre el Emperador y
Portugal. Carlos V se refugió en el monasterio toledano de La Sisla, mientras
que el cortejo fúnebre de su esposa se dirigía a Granada, donde la Emperatriz
fue enterrada.
Cuando el Emperador aún no se había repuesto del
duro golpe de la muerte de Isabel, llegó a la Corte la noticia de la rebelión
de su ciudad natal, Gante. Carlos V tenía que abandonar de nuevo España, en
diciembre de 1539, y se enfrentaba al problema de nombrar una regencia, sin
contar ya con la Emperatriz y con un heredero de corta edad. El príncipe
Felipe, con apenas doce años, fue puesto al frente del Gobierno, ayudado por el
cardenal Tavera. Para el supuesto de que él mismo falleciera, Carlos V dejó
unas Instrucciones cuyo cometido no era otro que orientar a su
joven heredero sobre los pasos a tomar en política internacional y en especial
sobre la imperiosa necesidad de firmar una paz definitiva con Francia.
Gante
(Bélgica). Castillo de los Condes de Gante.
La revuelta de Gante se había desencadenado a raíz
de la negativa de la ciudad a pagar los impuestos exigidos en 1537 por María de
Hungría para hacer frente a una hipotética invasión francesa. La sublevación
había llegado al extremo de que los representantes de Gante solicitaron una
alianza con Francisco I y eso ya no era un motín ciudadano sino una traición de
lesa majestad. Por ello, Carlos tenía que partir de inmediato en el invierno de
1539. En pleno invierno era impensable viajar por el golfo de Vizcaya, y
hacerlo por el Mediterráneo e Italia, era demasiado lento. El único camino
posible era por tanto cruzar Francia y Carlos V dudó, pese a la invitación de
Francisco I, aunque finalmente se decidió por el camino francés. En su viaje
por Francia, Carlos V fue recibido con grandes muestras de júbilo tanto por
Francisco I como por las ciudades, incluida París.
Tras su paso triunfal por Francia, Carlos V llegó a
Bruselas y de allí se encaminó a Gante, donde entró el 14 de febrero de 1540 al
frente de un poderoso ejército. A partir del día 17 la represión se desencadenó
sin clemencia en la ciudad rebelde, muchos fueron los ajusticiados, parte de la
ciudad fue arrasada para levantar un castillo, Gante perdió sus privilegios y
libertades, incluso fue eliminado el escudo de la ciudad. Durante su estancia
en Gante, Carlos V propuso a Francisco I el matrimonio entre su hija María y el
duque de Orleans, con lo que pretendía consolidar la recién ganada amistad de
su antaño enemigo. Carlos V se mostró ciertamente generoso en esta propuesta
matrimonial, ya que estaba dispuesto a ceder como dote de su hija los Países
Bajos, el Franco Condado y el Charolais. Carlos V pretendía que este acuerdo
con Francia fuera la base de un fuerte sistema de alianzas matrimoniales que asegurase
la paz en la Cristiandad. Francisco I se negó a firmar el acuerdo, dado que aún
seguía aspirando al Milanesado.
Carlos
V atraviesa Francia. Taddeo Zuccari.
Tras solucionar el problema de Gante, Carlos V
trató una vez más de poner fin al cisma eclesiástico provocado por los
protestantes. Desde que en 1531 se formó la poderosa Liga protestante de
Esmalkalda, la solución negociada parecía la única salida viable al conflicto,
por ello, a lo largo de la década de 1530 Carlos V había hecho varios intentos
fallidos por alcanzar un acuerdo que pusiera fin al conflicto. Los intentos
negociadores del Emperador se vieron entorpecidos por la radicalización de las
posturas de los católicos alemanes que en 1538 acabaron formando la Liga de
Nuremberg. El 19 de abril de 1539 se llegó a un acuerdo, una vez que Carlos V
retiró del poder a los sectores católicos más intransigentes, por el que se
reconocía la igualdad de derecho entre ambas ligas.
El 5 de abril de 1541 se inauguró la Dieta de
Ratisbona, el enésimo intento de alcanzar un acuerdo entre protestantes y
católicos. El día 23 de abril Carlos V llegó a la ciudad, tras suspender los
procesos que la justicia alemana tenía abiertos contra los protestantes.
La Dieta empezó bien para los intereses del
Emperador, ya que logró que los protestantes adoptaran como punto de partida el Libro
de Ratisbona, una serie de principios religiosos redactados por la Corte
imperial que debían sentar las bases del ansiado acuerdo. En los primeros
momentos se apreció un acuerdo en puntos fundamentales como la posibilidad del
matrimonio de los clérigos y la comunión bajo las dos especies. Con mayores
dificultades se alcanzó un acuerdo sobre la doctrina protestante de la
justificación por la fe. No obstante, pese a todos los esfuerzos de los
teólogos comisionados, finalmente se impusieron las ideas más radicales y tanto
Lutero como Paulo III se negaron a aceptar ninguno de los acuerdos alcanzados.
Una vez más se frustraba el intento conciliador de Carlos V y una vez más se
desesperaba el Emperador.
Carlos V clausuró la Dieta el 29 de julio de 1541,
se encontraba enfermo de gota, cansado y desesperado por la incapacidad de
alcanzar un acuerdo. Además, sus deberes políticos le llamaban lejos de
Alemania. Era imprescindible iniciar un proyecto que le venían demandando continuamente
sus reinos hispanos y que tantas veces se había demorado, había que atacar
Argel.
En el verano de 1541 Carlos V contemplaba como el
panorama internacional se le complicaba por momentos. Se temía un inminente
ataque de Solimán sobre Hungría, de hecho, en ese verano Budapest fue
conquistada por los turcos; y una ruptura de la paz por parte de Francia. Al
mismo tiempo, necesitaba una resonante victoria para presionar al Papa en su
deseo de convocar el Concilio, máxime cuando la Dieta de Ratisbona había
fracasado. También era necesario dar satisfacción a sus pueblos hispanos,
sacrificados tantas veces a los intereses del resto del Imperio. Por todo ello,
Carlos V cambió su política y pasó a la ofensiva, el objetivo: Argel.
En España era un clamor la necesidad de poner fin a
las correrías de Barbarroja en el Mediterráneo y para ello era imprescindible
acabar con su base de operaciones. Carlos V por su parte, seguía manteniendo
vivo su sueño de la Universitas Christianaa pesar de que le había
tocado luchar contra los reformadores protestantes, los príncipes alemanes,
unos papas poco comprometidos con su causa, unos reyes difícilmente
colaboracionistas y un Imperio Otomano que, de la mano de Solimán, se
encontraba en la cima de su poderío; por ello, había que lograr una nueva
victoria que permitiera extender las fronteras de la Cristiandad, había que
conquistar Argel.
A pesar de que el verano estaba acabando, Carlos V
reunió a su ejército y se dispuso para lo que debería ser una acción bélica de
rápidos resultados. Al ejército imperial se sumaron un número grande pero
indeterminado de aventureros, sobre todo españoles; nobles con sus séquitos,
hidalgos y escuderos. Entre todos ellos, un hombre de gran fama: Hernan Cortés,
el conquistador de los aztecas.
Retrato
de Carlos V sentado. Tiziano
El ejército reclutado por Carlos V en Italia y
Alemania, se reunió con las tropas hispanas en Mallorca. El 19 de octubre la
flota imperial desembarcó en Matafú, en la costa africana, con lo que dio
inicio la gran campaña. En principio, las tropas imperiales parecían muy
superiores a las de Barbarroja y pese a que Argel tenía buenas defensas, estas
eran muy inferiores a las que años antes habían sido batidas en Túnez. El
principal problema de la campaña era la fecha elegida, en pleno otoño las
embarcaciones se encontraban a merced de las inclemencias climáticas, de hecho,
en el corto trayecto entre Mallorca y Argelia la flota ya fue dispersada por
una tormenta, lo que obligó a buscar la seguridad del puerto de Matafú.
Cuando aún no se había desembarcado la totalidad de
las tropas ni los alimentos, una nueva tormenta puso en peligro la flota que
tuvo que buscar refugio quedando en tierra el ejército sin provisiones. En
tierra, la tormenta hacía inútiles los arcabuces imperiales, ante la
imposibilidad de encender sus mechas, por lo que los argelinos, armados con
ballestas, tenían una amplia ventaja. Mientras tanto, en el mar, la flota
pasaba grandes dificultades para mantenerse a flote y se vio obligada a
desprenderse de la carga: artillería y provisiones. El ejército imperial que
iba a sitiar Argel se encontró sitiado por los argelinos, sin comida, sin apoyo
naval, sin apenas caballos y con poca artillería. La situación se volvió
desesperada y Carlos V tuvo que ordenar la retirada hasta Matafú so pena de
perder el ejército. En Matafú se organizó un consejo militar en el que todos
los capitanes aconsejaron la retirada definitiva para salvar lo que quedaba del
ejército. La empresa de Argel había fracasado ante la mala organización y la
falta de previsión, era el 2 de noviembre de 1541. Sólo Hernán Cortés abogó por
continuar la batalla, pero no fue escuchado.
La campaña de Argel había sido un sonoro fracaso,
pero era imprescindible minimizar su impacto en la opinión pública europea ya
que se corría el riesgo de que los enemigos de Carlos V aprovecharan la ocasión
para atacarle. Por eso se hizo correr la noticia de que a pesar del fracaso el
ejército imperial se encontraba entero y el Emperador a su frente. No obstante,
la cruzada, la lucha contra el Islam, había terminado para Carlos V que desde
entonces sólo se ocupó de los asuntos de Europa.
Muy en el pensamiento de la época, Carlos V había
puesto al campaña de Argel en manos de Dios, por lo que su fracaso suponía que
algo había hecho contra los designios divinos. Para el Emperador la respuesta
era evidente, el fallo estaba en el trato que los conquistadores de América
daban a los indígenas, eso había motivado la ira divina y eso era lo que estaba
detrás de la catástrofe de Argel. En efecto, hacía tiempo que diversas autoridades,
como Francisco
de Vitoria, se quejaban de los abusos cometidos por los conquistadores. Por
ello, en 1542 Carlos V promulgó las Leyes Nuevas, como un serio intento de
frenar la conducta de los conquistadores y hacer respetar los derechos de los
nativos.
Tras una penosa travesía, Carlos V llegó a
Cartagena el 1 de diciembre de 1541 y de allí se encaminó al interior de la
península al encuentro con su hijo Felipe. Era urgente que Carlos V acabara de
formar al príncipe para hacer frente a las responsabilidades que le
correspondían como heredero, máxime cuando Francia estaba dando muestras
evidentes de que iba a iniciar de nuevo las hostilidades contra el Emperador.
Con el objeto de preparar a Felipe para el Gobierno
y de que sus súbditos conocieran al próximo rey, Carlos V inició una serie de
viajes por los distintos reinos hispanos acompañado del heredero. El Emperador
pronto se dio cuenta de que su hijo estaba bien preparado y que podía confiar
en él los asuntos de Estado, algo fundamental en un tiempo en el que cada vez
eran más evidentes los preparativos de Francisco I para atacar los Países
Bajos.
De diciembre de 1541 a mayo de 1543 Carlos V pasó
su última temporada en España al frente del Gobierno. En este tiempo trató de
asegurar las fronteras con Francia e involucrar de lleno a su heredero en los
asuntos de la Monarquía.
A principios de 1542 se convocaron las Cortes de
Castilla en Valladolid, pero antes de asistir a las Cortes, Carlos V pasó unos
días con su madre en Tordesillas. Carlos V, tras hacer un resumen de los
acontecimientos de los últimos años y una advertencia sobre los peligros que se
cernían sobre la Monarquía Católica, obtuvo de las Cortes 450 millones de
maravedíes.
El motivo que acabó desencadenando el nuevo
conflicto entre Francisco I y Carlos V no fue otro que el control del
Milanesado, la llave del dominio europeo. Si bien, tras la triunfal acogida del
Rey de Francia al Emperador en 1540, todo parecía indicar que habían quedado
enterradas las hostilidades; la decisión de Carlos V de ceder el ducado de
Milán a su hijo Felipe volvió a encender los ánimos belicistas de Francisco I.
En 1540 Carlos V parecía convencido de llegar a un
acuerdo con Francisco I sobre Milán. No se trataba de ceder el Milanesado, sino
de dejarlo en manos neutrales por medio de un enlace dinástico. Pero la
sublevación de Gante hizo ver al Emperador la necesidad de mantener controlado
el Milanesado como único camino para el tránsito de los ejércitos imperiales
desde el sur hacia los Países Bajos. A partir de ese momento, la diplomacia
imperial trabajó para lograr un nuevo enlace dinástico, el de María de Austria,
la hija del Emperador, con el duque de Orleans, segundo hijo de Francisco I.
María tendría como dote los Países Bajos, el Franco Condado y Charlois.
Francisco I no aceptó esta alianza debido a la desconfianza que sentía hacia
Carlos V y a que su auténtico sueño no era otro que el de controlar Italia y no
el norte de Europa.
Sorprendido por la negativa francesa y perdiendo
toda esperanza de alcanzar la paz duradera, Carlos V entregó el Milanesado a su
hijo Felipe y casó a María con Maximiliano, un hijo de su hermano Fernando.
Francisco I por su parte, se sintió traicionado y renovó su alianza con los
protestantes y los turcos. La guerra era ya sólo cuestión de tiempo y de que se
presentase la oportunidad debida, esta oportunidad apareció tras el desastre de
Carlos V en Argel.
Tras concluir las Cortes castellanas, Carlos V
partió hacia Aragón, acompañado de su heredero. Antes de llegar al Reino de
Aragón, la comitiva imperial se detuvo en Navarra, donde se dieron órdenes para
fortificar la frontera y se aprovechó para que el heredero y su pueblo se
conocieran. El 22 de junio de 1542 Carlos V hizo su entrada en Monzón. De las
Cortes generales de Aragón, Carlos V consiguió el servicio habitual y el
juramento de fidelidad hacia el príncipe Felipe. Tras concluir las Cortes,
Carlos V y el príncipe Felipe viajaron por la Corona de Aragón.
El 12 de julio de 1542, Francisco I proclamó la
guerra a Carlos V. Oficialmente, Francisco I acusaba al Emperador de la muerte
de dos de sus embajadores y de no devolverle el Milanesado. La guerra debía ser
total, todo súbdito francés debía atacar los intereses imperiales allá donde se
encontraran, a excepción del Imperio, ya que Francisco I no quería arrojar a
los príncipes alemanes en los brazos de Carlos V y pretendía usarlos como una
fuerza debilitadora de su eterno rival. La respuesta de Carlos V no se hizo
esperar y rompió todas las relaciones con Francia.
Sólo Paulo III continuaba abogando por la paz,
máxime cuando al fin se había decidido a convocar el Concilio de la Iglesia
para debatir la cuestión protestante. El lugar elegido para el Concilio era
Trento y la fecha de inicio el 1 de noviembre de 1542, por ello, una nueva
guerra en el seno de la Cristiandad no era deseable y sólo podía debilitarla
frente a sus enemigos. Francisco I rechazó la convocatoria del Concilio, ya que
si el Imperio se pacificaba la posición de Carlos V saldría fortalecida; por su
parte, Carlos V mostró su enfado por el hecho de que Paulo III no hiciera
distinciones entre él, que había luchado contra los turcos en defensa de la
Cristiandad, y Francisco I, que no había dudado en aliarse con los turcos para
atacarle.
Sesión
del Concilio de Trento. Matthias Burglehner
Francisco I inició la guerra con un triple ataque
sobre Milán, Flandes y Cataluña, siendo este último donde concentraron las
mayores fuerzas. Carlos V, en su reciente viaje por la Corona de Aragón, había
encomendado al duque de Alba que reforzara las defensas de Barcelona y
preparara la guerra, por lo que el ataque francés no fue una sorpresa. El
ataque a Cataluña se convirtió en un calco, salvo que a la inversa, de lo
ocurrido unos años antes en la Provenza y los franceses tuvieron que retirarse.
En el Milanesado Francisco I no logró mejores resultados, ya que su avance
quedó rápidamente estancado. Sin embargo, en Flandes la guerra cobró mayor
importancia. El duque de Orleans se apoderó de Luxemburgo; el duque de Clèves,
aliado de Francia, puso en graves dificultades al príncipe de Orange, que a
punto estuvo de perder Amberes.
Tras el primer ataque, Carlos V comprobó lo que
siempre supo, que si bien sus dominios meridionales eran fuertes, sus
posesiones en el norte eran sumamente vulnerables. Por lo tanto, era urgente
ponerse al frente de la guerra en aquellos lugares donde su posición era más
débil. El 1 de marzo de 1543 Carlos V salió de Madrid rumbo a Bruselas, al
frente de los designios de España quedaba su hijo Felipe, acompañado de Tavera,
Cobos, Zúñiga y el duque de Alba. El 30 de abril embarcó rumbo a Génova, pero
poco después tuvo que refugiarse en Palamós debido al mal tiempo. Desde allí
envió unas instrucciones secretas al príncipe Felipe en las que daba testimonio
del estado de abatimiento que padecía e hizo recomendaciones importantes para
el Gobierno.
Finalmente, el 25 de mayo Carlos V desembarcó en
Génova. Allí, Carlos V recibió un mensaje sorprendente, una embajada papal le
recibió y le planteó una oferta para alcanzar la paz: el Milanesado a cambio de
dos millones de ducados, además las plazas fuertes y la capital continuarían
perteneciéndole. La oferta era tentadora, pero Carlos V se negó a contestarla
hasta recabar la opinión de sus hermanos Fernando y Margarita y de su hijo
Felipe. Éste último se mostró dispuesto a ceder su herencia a cambio de la paz
y el dinero, que tanta falta hacía en la Hacienda imperial, pero la respuesta
de Felipe llegó demasiado tarde, cuando la entrevista entre Carlos V y Paulo
III ya había fracasado.
A principios de julio de 1543 Carlos V marchó desde
Italia hacia los Países Bajos, acompañado de un impresionante ejército. Tras un
lento viaje, el 20 de agosto llegó a Bonn, a escasos kilómetros del frente
abierto por el duque de Clèves. Dos días más tarde, Carlos V se plantó ante la
fortaleza de Düren, plaza inexpugnable controlada por Clèves, al frente de un
ejército de 45.000 infantes y 6.500 caballos. El 24 de agosto la plaza fue
conquistada y saqueada por el ejército imperial. El avance imperial fue
fulminante, ante el pavor que provocaban los tercios viejos, y el 6 de
septiembre Clèves se rindió ante Carlos V, que le perdonó y le restituyó en sus
estados. En la campaña el príncipe de Orange falleció y fue sustituido por un
joven que tendría un importante papel en las próximas décadas, Guillermo
de Orange.
A las buenas noticias de los Países Bajos, se
unieron otras tan buenas llegadas desde España, donde varias expediciones
marítimas francesas habían fracasado. Sólo en el Mediterráneo había
dificultades, ya que la armada francesa, aliada con Barbarroja, sembró el mar
de miedo y caos. No obstante, el ataque de los turcos y franceses sobre Niza y
el amarre de la flota turca en Tolón para pasar el invierno, beneficiaron a
Carlos V ya que de nuevo, Francisco I aparecía ante la Cristiandad como el
enemigo a vencer.
La llegada del mal tiempo impuso la tregua en el
frente, momento que aprovechó Carlos V para tratar de fortalecer sus
posiciones. Para ello, solicitó más dinero y soldados a su hijo, al tiempo que
estrechó su alianza con Enrique VIII. El príncipe Felipe trató de disuadir a su
padre para que firmase la paz, dando muestras de una independencia y madurez
sorprendentes para su edad, no obstante, Carlos V estaba decidido a acabar con
el conflicto de una vez para siempre. La indignación de la Cristiandad por el
apoyo francés a las correrías de la flota turca, se transformó en una
importante ayuda de los príncipes alemanes a Carlos V y en un pacto entre
Enrique VIII y el Emperador.
En abril de 1544 los franceses trataron de
responder atacando Milán, pero la ofensiva tuvo escaso éxito. Sin embargo, a
principios de junio el ejército imperial reconquistó Luxemburgo y desencadenó
la ofensiva sobre París. A lo largo de todo el verano el ejército avanzó por
Francia conquistado una fortaleza tras otra, hasta que a principios de
septiembre se encontraba en las cercanías de París. La capital francesa no
estaba preparada para la defensa y el pánico cundió entre los parisinos que, en
su huida, a punto estuvieron de embotellar a su propio ejército e impedir su
avance. Sólo la pasividad de las tropas inglesas salvó París, ya que Enrique
VIII, celoso de los éxitos imperiales, no acudió con su ejército al encuentro
fijado en los alrededores de París, lo que dio un respiro vital a Francisco I.
Carlos V por su parte, se encontraba sin dinero para continuar la guerra y sin
posibilidades de conseguirlo ya que desde España el príncipe Felipe insistían
en la imposibilidad de un nuevo esfuerzo.
El 18 de septiembre de 1544 Carlos V y Francisco I
firmaron la Paz de Crépy, con lo que la guerra llegaba a su fin.
Desde comienzos de septiembre los franceses
comenzaron a solicitar la paz. Carlos V, acuciado por los problemas económicos
estaba dispuesto a ello, pero no podía firmarla sin contar con Enrique VIII.
Finalmente, con el acuerdo de todos, la paz se logró el 18 de septiembre de
1544.
Francisco
I de Francia y su familia.
En los acuerdos de Crépy se llegaba a una situación
muy similar a la que Carlos V había impulsado antes de la guerra, es decir, a
la solución del conflicto por medio de una enlace dinástico. Por parte
francesa, el novio sería el duque de Orleans, mientras que por parte imperial
lo sería la princesa María o una hija de Fernando, el Rey de Romanos. Si la
boda era con María, esta llevaría como dote los Países Bajos y el Franco
Condado, por contra, si era la hija del Rey de Romanos, la dote sería el
Milanesado. Francisco I se comprometió a devolver sus conquistas en Saboya y
Piamonte y a renunciar a sus derechos sobre Flandes y Artois. Además, en
cláusulas secretas, Francisco I se obligaba a apoyar la política imperial
frente a los turcos y a los protestantes.
Carlos V decidió ceder Milán, pero unos días antes
de formalizar esta decisión se vio libre de su cumplimiento, ya que el duque de
Orleans falleció y por tanto no había boda que celebrar.
Los acuerdos de Crépy tuvieron dos consecuencias de
gran importancia, el Concilio de Trento y la guerra de Carlos V contra los
protestantes alemanes.
En 1545, el año en que se inició el Concilio de
Trento, Carlos V tenía ante sí unas buenas perspectivas. Por una lado, no
albergaba ya sentimientos de cruzada, por otro, Francia se encontraba vencida
y, de momento, nada hacía presagiar un nuevo conflicto con el eterno rival. Por
ello, Carlos V decidió acabar de una vez por todas con un conflicto que llevaba
arrastrándose desde 1517, el protestantismo.
Carlos V era consciente de que el auge de las ideas
protestantes en Alemania se debía a los abusos cometidos por Roma y por la
jerarquía eclesiástica, por lo que era necesario acabar con esa situación para
poder poner freno al avance del protestantismo, por eso su interés en la
convocatoria del Concilio.
El 19 de noviembre de 1544 Paulo III convocó el
Concilio mediante la bula Laetare Hierusalem, se fijó su
celebración en Trento y su inicio para el 15 de marzo de 1545, aunque se
retrasaría hasta el 13 de diciembre de ese año.
Carlos V, que llevaba esperando la convocatoria del
Concilio desde que en 1521 se produjera su enfrentamiento público con Lutero en
la Dieta de Worms, recibió la noticia con satisfacción. Es destacable la
vinculación del Emperador con el Concilio y sobre todo, el peso que en el mismo
tuvieron los teólogos hispanos, el sustento ideológico de las tesis imperiales
en las sesiones conciliares. A excepción de Francisco de Vitoria, moribundo, lo
mejor del clero hispano se puso en camino hacia Trento ante el llamamiento de
Carlos V (véase: Concilio de Trento).
La fortaleza de la Liga de Esmalkalda, que
aglutinaba a los príncipes alemanes fieles a la Reforma de Lutero, había hecho
imposible acabar con el protestantismo de forma militar. Además, una represión
militar de los protestantes significaba llevar la guerra al corazón del
Imperio, a Germania, luchar contra el pueblo que había traído en jaque al
Imperio Romano y que aún en aquella época mantenía su fama de belicoso. No
obstante, tras la victoria de Carlos V frente a Cléves, el Emperador fue
consciente de que tenía el mejor ejército de su tiempo y adquirió la confianza
para afrontar cualquier empresa.
En diciembre de 1544 Carlos V sufrió el enésimo
ataque de gota o quizá reuma, como apunta Fernández Álvarez (op. cit.), que le
obligó a guardar cama y a ponerse a dieta. El agravamiento de su estado de
salud provocaba que las decisiones se tornasen lentas e incluso quedaran
bloqueadas durante demasiado tiempo. No obstante su enfermedad, Carlos V se
puso en camino dispuesto a aprovechar la oportunidad de acabar con el cisma
religioso, así, a principios de mayo de 1545 abandonó los Países Bajos y el día
5 llegó a Worms. Carlos V estaba decidido a usar las armas si las negociaciones
conciliares, en las que apenas albergaba esperanzas, fracasaban. Paulo III
estaba esta vez dispuesto a apoyarle con hombres y dinero. Mientras tanto,
inquietantes noticias llegaron de España, Tavera había muerto, poco después lo
hacían Cobos y Zúñiga.
El 15 de diciembre de 1545 se abrió la Dieta de
Worms para tratar de alcanzar un acuerdo con los protestantes. Las sesiones se
prolongaron hasta el 4 de agosto de 1546 pero no se obtuvieron resultados.
Carlos V se convenció más aún de la imposibilidad de resolver ya el problema
por medios pacíficos, por lo que se entablaron negociaciones secretas con el
Papado. En noviembre de 1545, con la mediación de Francisco I, se alcanzó una
tregua con los turcos. En esas fechas la Dieta imperial se trasladó a
Ratisbona.
Entre diciembre de 1545 y febrero de 1546 la Liga
de Esmalkalda se reunió en Frankfurt para debatir los rumores que apuntaban a
la alianza entre Carlos V y Paulo III. Felipe
de Hesse era partidario de prepararse para la guerra, pero el poderoso
Príncipe Elector de Sajonia no creía que el Emperador fuera a pasar a la
ofensiva, por lo que finalmente, no se tomó ninguna decisión.
Carlos V, por su parte, aún no tenía listo su
ejército, por lo que para no levantar recelos decidió entrar en Alemania
acompañado por una escueta escolta, nadie podía acusarle entonces de acudir en
armas a Alemania. Como el Emperador temía, el diálogo de Ratisbona entre los
teólogos católicos y protestantes fue estéril y la Liga de Esmalkalda se mostró
abiertamente en rebeldía al no acudir ninguno de sus representantes. Ante esto,
Carlos V aceleró sus preparativos bélicos. El 6 de junio de 1546 firmó una
acuerdo secreto con la Casa Wittelsbach de Baviera por el que el duque se
comprometió a dejar libre tránsito por sus dominios a los ejércitos imperiales.
Al día siguiente, se formalizó la alianza con Paulo III. Al mismo tiempo,
Francia e Inglaterra firmaban la paz, lo que podía complicar la situación ya
que Francia quedaba libre para iniciar un nuevo conflicto contra Carlos V,
además, Francisco I había enviado una sustanciosa ayuda económica a la Liga de
Esmalkalda. No obstante, el 20 de julio Carlos V emitió un decreto por el que
declaraba proscritos al Elector de Sajonia y a Felipe de Hesse. La guerra era
un hecho.
La diplomacia imperial llevaba meses trabajando
para firmar alianzas con el mayor número posible de príncipes alemanes,
incluidos los protestantes. Carlos V contaba en 1546 con unos 65.000 soldados,
algo menos de los que tenía la Liga. Para 1547 el ejército imperial se había
visto reducido a 25.000 soldados por culpa de las deserciones y de la retirada
de las tropas italianas de Paulo III. El esfuerzo que exigía Carlos V era
inmenso, ya que hizo movilizar todos sus recursos económicos para afrontar esta
campaña.
Pese a la ventaja evidente de la Liga, los
príncipes protestantes no se atrevieron a atacar Ratisbona en los primeros
momentos de la guerra, se limitaron a tratar de bloquear a Carlos V y evitar
que recibiera apoyos del resto de sus territorios. La propaganda imperial se
dirigió a hacer ver que aquella no era una guerra religiosa sino política, no
se trataba de castigar a unos herejes sino a unos rebeldes. Por su parte, la
Liga trató de presentar a Carlos V como un emperador extranjero y a la guerra
como un conflicto nacional para evitar que tropas extranjeras se adueñaran de
Alemania.
La guerra tuvo dos fases, la primera la campaña del
Danubio, entre el verano y el otoño de 1546; la segunda la del Elba, en la
primavera de 1547. En la campaña del Danubio, Carlos V tuvo que hacer frente a
su aislamiento y a la dificultad de enlazar con sus tropas que provenían de
lejanos y distintos lugares. No obstante, la pasividad de la Liga, motivada por
la doctrina protestante que sólo aceptaba la guerra defensiva, salvó la
situación para Carlos V. En un golpe audaz, Carlos V salió de Ratisbona y ocupó
Landshut, importante nudo de comunicaciones con el sur, allí se hizo fuerte con
su escaso ejército, apenas 9.000 hombres entre españoles y alemanes, a la
espera de refuerzos. La Liga tenía entonces más de 90.000 soldados en pie de
guerra. En agosto, Carlos V ya contaba con 45.000 soldados, tras recibir los
refuerzos de Paulo III y los tercios españoles que se habían abierto camino
hasta el Emperador. Con estas fuerzas, Carlos V pasó al ataque y se dispuso a
enlazar con los 20.000 soldados que la reina María mandaba desde los Países
Bajos. El 15 de septiembre, tras una serie de hábiles maniobras tácticas, el
duque de Alba, que capitaneaba las tropas imperiales, y el conde de Buren, que
dirigía las tropas de los Países Bajos, lograron unirse.
En el otoño las tropas papales, cubierto el acuerdo
alcanzado entre el Emperador y el Papa, se retiraron, mientras se sucedieron
las deserciones. La situación en el campamento de la Liga no era mejor y Carlos
V lo sabía. El duque de Alba recurrió entonces a otra táctica, basada en
ataques fugaces de pequeñas unidades que destrozaban la moral del enemigo. En
noviembre, Fernando, rey de Romanos, yMauricio
de Sajonia se lanzaron sobre las tierras del príncipe elector Juan
Federico. Finalmente, la victoria fue para el ejército imperial, ya que
Juan Federico abandonó el campo de batalla con su ejército para defender sus
posesiones. El sur de Alemania quedaba en posesión de Carlos V. En realidad no
se había librado ninguna batalla de importancia, por lo que el ejército de
Carlos V mantenía su potencial intacto, pero la retirada del ejército de la
Liga dejó a las principales ciudades protestantes en manos del Emperador, así
como a algunos de los grandes príncipes, lo que suponía dejar a la Liga sin la
posibilidad de rehacerse fácilmente.
A comienzos de 1547, Carlos V sufrió un nuevo
ataque de gota, se encontraba notablemente envejecido y cansado de las
constantes preocupaciones que sus múltiples dominios le ocasionaban. No
obstante, en la primavera de 1547 llegaron noticias alarmantes del norte, Juan
Federico de Sajonia estaba derrotando a las tropas de su hermano y del duque
Mauricio. La guerra volvía a comenzar.
Ante el nuevo estallido bélico, Carlos V no podía
contar con el apoyo de Paulo III que se dedicaba a conspirar contra el
Emperador en Italia. Algo parecido pasaba con Francisco I, el cual hasta su
muerte el 31 de marzo de 1547, estuvo tratando de volver a la guerra contra el
Emperador. Además, tras la campaña del año anterior, Carlos V había mandado a
las tropas de los Países Bajos de regreso a su tierra. Por todo ello, el
ejército imperial era muy inferior al que había levantado en 1546. Al abandonar
Ulm en dirección al norte, Carlos V llevaba 25.000 infantes y 2.000 caballos,
sus tropas estaban formadas sólo por alemanes y españoles, siendo estos últimos
unos 9.000. En Eger, el reducido ejército de Carlos V se reunió con las tropas
de su hermano Fernando (1.700 caballos), del duque Mauricio (1.000 caballos) y
del margrave Juan de Brandemburgo (400 caballos).
Tras la Semana Santa, el ejército imperial se adentró
en Sajonia en busca del enemigo, comenzaba la campaña del Elba. El elector Juan
Federico, que se encontraba en sus dominios, pretendía desgastar al ejército
imperial mientras se internaba en Sajonia, para una vez que estuviera
debilitado aniquilarlo, para ello, fue enviando pequeños destacamentos que
organizaban emboscadas. Por su parte, Carlos V pretendía alcanzar a Juan
Federico cuanto antes, para forzarle a presentar batalla, antes de que su
ejército sufriera demasiadas bajas.
Al atardecer del 22 de abril de 1547 Carlos V dio
alcance a Juan Federico a orillas del río Elba, en la localidad de Mühlberg. Al
amanecer del día siguiente el ejército imperial, protegido por la niebla, se
situó junto al de la Liga, que se encontraba desprevenido. Ambos ejércitos sólo
estaban separados por el Elba, pero cruzarlo en pleno mes de abril era algo muy
arriesgado. Al levantarse la niebla el ejército de la Liga descubrió al
ejército imperial dispuesto al ataque. El pánico hizo mella en las tropas
protestantes que en lugar de prepararse para el combate se dispusieron a huir.
El ejército imperial se lanzó al combate y obtuvo una sonada y definitiva
victoria, el propio Juan Federico cayó prisionero y su ejército fue destruido.
Carlos
V en la batalla de Muhlberg. Tiziano.
Tras la victoria de Mühlberg, la Liga de Esmalkalda
estaba desarticulada. Así, el día 23 de mayo, la ciudad de Wittemberg, la cuna
del luteranismo, se rindió a Carlos V.
El 1 de septiembre de 1547 se abrió la Dieta de
Augsburgo con la firme decisión de acabar con la disidencia luterana. Carlos V
se presentó ante la Dieta con su victorioso ejército, pero no trató de imponer
el catolicismo sino de alcanzar un acuerdo. Debido a que el Concilio de Trento
se había suspendido temporalmente, Carlos V formó un comité de dieciséis
miembros encargados de encontrar una forma de convivencia pacífica entre
católicos y protestantes hasta que el Concilio volviera a reunirse y se alcanzara
una solución definitiva. De la Dieta salió el Interim de Augsburgo,
un documento consistente en veintiséis artículos que trataba de aglutinar tanto
las sensibilidades católicas como las protestantes. El Interim fue concluido el
12 de marzo de 1548 y sorprendentemente, las mayores dificultades para su
funcionamiento vieron del lado católico, desde el que se acusó a Carlos V de
atribuirse funciones que sólo correspondían a la Iglesia. Pese a las
dificultades, el 30 de junio de 1548 el Interim fue declarado
ley del Imperio.
Entre la primavera de 1547 y la de 1552 Carlos V se
encontró en la cumbre de su poder y sobre todo, se halló profundamente
ilusionado al ver cumplidos algunos de los objetivos fundamentales que le
habían acompañado desde su coronación como Emperador. Había logrado la
pacificación de sus dominios y había conseguido conservar la inmensa herencia
que recibió, pese a los constantes ataques de sus enemigos. También había
conseguido frenar el expansionismo del Imperio Otomano y había hecho todo lo
posible por reunificar la Cristiandad y hacer frente al desafío luterano.
Aquellos que habían sido rivales suyos habían fallecido: Enrique VIII el 27 de
enero de 1547, Francisco I el 31 de marzo del mismo año y Lutero el 18 de
febrero de 1546. En los tronos de Inglaterra y Francia había reyes que no era
más que niños.
Carlos V tenía ante si la labor de preparar a su
sucesor, al príncipe Felipe, que tenía que heredar tan vastos territorios, pero
la salud no le acompañaba. A principios de 1548 Carlos V atravesó graves problemas
de salud que hicieron temer por su vida. Durante este tiempo, el Emperador
escribió una serie de consejos para el príncipe Felipe en los que venía a
resumir su larga experiencia como gobernante, estos consejos se conocen como el Testamento
político de Carlos V.
En el Testamento, Carlos V retrató la situación
internacional tras la victoria de Mülhberg y dio consejos para el futuro. El
principal de ellos era la necesidad de mantener los vínculos entre las dos
ramas de la Casa de Austria. En este documento, no olvidemos que fechado en
1548, Carlos V incide repetidas veces en la necesidad de que su hijo Felipe
guarde la debida obediencia al futuro Emperador, su tío Fernando. Esto es
significativo debido a los acontecimientos que sucederán posteriormente, en la
reunión familiar de Augsburgo de 1550, pero sobre todo para entender el intento
de que Fernando renunciara a su dignidad como Rey de Romanos, y por tanto como
futuro Emperador, más como una acción impulsada por Felipe que un plan
preconcebido por Carlos V.
Carlos
V sedente. Tiziano.
Es también en el Testamento, donde Carlos V declaró
su intención de que su hija María contrajera matrimonio con Maximiliano, el
hijo del Rey de Romanos. A este matrimonio se oponían la propia María y su
hermano Felipe, los cuales pretendían realizar un enlace con Portugal. No
obstante, Carlos V fue tajante, el matrimonio de Estado debía afianzar las relaciones
internas de la Casa de Austria.
Otra recomendación insistente hacia su hijo Felipe,
fue la de mantener la paz con Francia. Carlos V, lamentando las guerras
sostenidas con Francisco I, aunque seguro de que nada podía haber hecho para
evitarlas; exhortó a su heredero a no ser tan necio y lograr la paz duradera
con Francia como único medio de sostener la unidad de la Cristiandad. En cuento
a Inglaterra, también se abogaba por mantener las alianzas, como medio de
presión hacia Francia. Con Escocia había que mantener buenas relaciones dada su
importancia estratégica en el comercio. Dinamarca era otro de los posibles
aliados y por tanto otro Estado con el que había que cuidar especialmente las
relaciones diplomáticas.
Carlos V hizo una serie de reflexiones sobre
América en su Testamento. Así, se mostró seducido por las conquistas realizadas
por los españoles en aquellas lejanas tierras, de igual modo, los
conquistadores se identificaron Carlos V, el emperador al que parecía sonreir
la suerte y junto al que cualquier empresa parecía realizable. Si fascinado se
sentía por la labor de los españoles en América, no menos se sentía atraído por
las inmensas riquezas que del Nuevo Mundo llegaban y que aliviaban las
necesitadas arcas imperiales. A partir de 1542 se unió a estos sentimientos la
preocupación por sus súbditos americanos, fiel reflejo de ello fue la
promulgación de las Leyes Nuevas.
Ante el agravamiento de su enfermedad, Carlos V
tomó una serie de importantes decisiones en 1548. La primera de ellas era que
los Países Bajos deberían quedar unidos a la Monarquía Católica y por tanto a
su hijo Felipe. Por ello, era necesario que su heredero viajara a los Países
Bajos, para conocer a sus futuros súbditos y que estos le conocieran. La otra
gran decisión fue la boda entre su hija María y y Maximiliano de Austria, lo
que hacía también necesario el viaje de la princesa a los Países Bajos. Para
Carlos V ambos acontecimientos eran de capital importancia, como queda demostrado
en las cartas que envió a la Corte en Valladolid para que se organizaran.
María de Hungría había mostrado a Carlos V su deseo
de retirarse del gobierno de los Países Bajos. Ante esto, el Emperador deseaba
sustituir a su hermana por otro miembro de la familia, de ahí la importancia
del matrimonio de su hija con su sobrino Maximiliano. Pero Carlos V no deseaba
tomar esta decisión sin el apoyo de su heredero Felipe, que al fin y a la
postre sería el próximo dueño de los Países Bajos. No obstante, había un serio
problema ante el viaje de Felipe y María a los Países Bajos. Con el Emperador
fuera de España, no había nadie para ocuparse del Gobierno. Carlos V pensó
entonces en otra solución, Maximiliano de Austria debía viajar a España para
contraer allí matrimonio con María, al tiempo que Felipe viajaba a los Países
Bajos para que tuviera lugar el intercambio de poderes.
Retrato
de Felipe II. Tiziano.
A principios de 1548 se encontraban en Augsburgo
las tres cabezas de la Casa de Austria: Carlos, Fernando y María; los tres
hermanos que dominaban Europa y cuyo poder no encontraba igual en ninguna de
las otras casas reales. El inmenso poder que atesoraban se basaba en la alianza
entre los tres y en sus fines comunes, pero la grave enfermedad de Carlos V
ponía en peligro todo el entramado de poderes. Era necesario afianzar los lazos
entre sus descendientes para que la alianza de la Casa de Austria siguiera
funcionando, por eso tenía tanta importancia el matrimonio entre María y
Maximiliano. Había una gran incertidumbre sobre como se desarrollaría la
relación entre Felipe y Maximiliano, dos primos que jamas se habían visto, que
habían sido criados de formas muy distintas y cuyos intereses podían chocar de
forma fatal. Al producirse el enlace matrimonial, el vínculo familiar se
fortalecía ya que se convertían en cuñados. Pero todo este entramado familiar
iba a tambalearse ante las ambiciones de la nueva generación. Maximiliano
deseaba ver asegurado su puesto como sucesor de su padre, el Rey de Romanos.
Carlos V, que veía con buenos ojos que Fernando le sustituyera al frente del
Imperio, no veía tan claro que Maximiliano se convirtiera en el próximo Rey de
Romanos, sobre todo teniendo en cuenta que Felipe también podía optar a dicho
título.
Tanto Maximiliano como Felipe ambicionaban poseer
los Países Bajos y el Milanesado. Hasta ese momento, Carlos V había cedido
ambos territorios a su hijo, por lo que Maximiliano temía que también la
sucesión imperial quedara en manos de su primo. Pero Felipe no sólo deseaba la
sucesión al Rey de Romano, deseaba desplazar a su tío de ese puesto y
convertirse en el próximo Emperador, o al menos así lo entendieron en Viena.
Todo esto ponía en peligro la hasta entonces inquebrantable fidelidad en el
seno de la Casa de Austria y amenazaba con derrumbar lo logrado tras años de
guerras por media Europa.
En tan peligrosa situación, María de Hungría se
convirtió en el árbitro de la Casa de Austria. Trató de mediar en el encuentro
familiar de Augsburgo y, desde Bruselas, el 1 de mayo de 1550, acusó directamente
a Felipe de poseer una ambición desmedida que ponía en peligro la unidad
familiar. María desmentía el rumor sobre los supuestos deseos por parte de
Felipe de desplazar a Fernando de la sucesión imperial, pero no obstante, le
acusaba de querer desplazar a Maximiliano.
El 13 de septiembre de 1548 Maximiliano de Austria
llegó a España para desposarse con la infanta María y hacerse cargo del
Gobierno de España. Quince días más tarde, el príncipe Felipe partió hacia el
Imperio. El viaje fue largo ya que Felipe no llegó a Bruselas, donde le
esperaba Carlos V, hasta el 1 de abril de 1549. En estos seis meses, Felipe
atravesó Italia y fue recibido por las principales ciudades de forma fastuosa.
El viaje fue ideado para mostrarle a Europa a su nuevo señor, se trataba de una
campaña política en la que el objetivo no era otro que impresionar a los
distintos pueblos.
Durante más de un año Carlos V y el príncipe Felipe
permanecieron juntos recorriendo Flandes y posteriormente el Imperio. En
Augsburgo se produjo la cumbre familiar para tratar de alcanzar un acuerdo
sobre la sucesión imperial, en dicha cumbre se encontraba ausente Maximiliano.
Tras tensos debates, en marzo de 1551, se alcanzó una solución de compromiso
que nunca llegaría a cumplirse, Carlos V sería sucedido por su hermano
Fernando, éste a su vez propondría como Rey de Romanos a su sobrino, el
príncipe Felipe, el cual, una vez fuera Emperador, propondría a su primo
Maximiliano. Esta solución era demasiado forzada, ya que Maximiliano no tenía
ninguna garantía de que algún día llegara a heredar a Felipe, máxime cuando
ambos habían nacido el mismo año, de hecho, Maximiliano falleció mucho antes
que su primo.
Entre el verano de 1551 y el otoño de 1555 se
produjo la dispersión de la familia Austria. María de Hungría regresó a los
Países Bajos, Fernando a su Corte en Viena, Maximiliano a España a por su
esposa y después a Viena, Felipe instaló la Corte en Madrid y Carlos V se
instaló en Innsbruck para seguir de cerca las reanudadas sesiones del Concilio
de Trento.
Mientras tanto, los enemigos de Carlos V volvían a
tomar posiciones. En Francia, a Francisco I le había sucedido su hijo Enrique
II, el cual empezaba a buscar aliados para enfrentarse al Emperador. En
Alemania, las noticias del acuerdo para la sucesión imperial sembraron el
Imperio de inquietud, sobre todo entre los príncipes protestantes que,
alentados por Enrique II de Francia, se dispusieron a la rebelión.
Tras el acuerdo familiar de Augsburgo, Carlos V se
planteó dos objetivos, por un lado lograr que los príncipes alemanes aceptaran
el acuerdo y por otro, conseguir que la Dieta imperial enviara representantes
al Concilio de Trento, ya que el nuevo pontífice, Julio
III, había reanudado las sesiones.
El 26 de febrero de 1550 los duques Juan Alberto de
Mecklemburgo y Alberto de Prusia, junto al marqués Hans de Kustrin, firmaron
una Liga en Könisberg. A esta liga se unieron Guillermo de Hesse, Alberto de
Brandemburgo y Mauricio de Sajonia. Sus objetivos eran luchar por la libertad
germana y el protestantismo, al tiempo que exigían la liberación del landgrave
Felipe de Hesse. La Liga se apoyó en el descontento popular que cundía en
Alemania ante la presencia de los tercios viejos, lo que hacía sentir a la
población que permanecía invadida por un ejército extranjero. También influyó
la idea de Carlos V de desvincular los Países Bajos del Imperio para hacerlos
depender de la Monarquía Hispánica, así como los rumores sobre la sucesión de
Carlos V al frente del Imperio.
En octubre de 1551 los príncipes alemanes rebeldes
firmaron una alianza con Enrique II de Francia, ratificada en Chambod el 15 de
enero de 1552. Al frente de los príncipes rebeldes pronto se situó el antiguo
aliado de Carlos V, el ambicioso Mauricio de Sajonia. La habilidad política de
Mauricio de Sajonia era notable, ya que no sólo había conseguido formar un
ejército propio con el dinero de la Dieta imperial, sino que además lo había
hecho con el beneplácito del Emperador, demasiado ocupado en los asuntos
familiares como para percatarse del peligro que sobre él se cernía. Además,
Mauricio de Sajonia supo aprovechar la brecha en las relaciones familiares de
los Austrias para ganarse la confianza de Maximiliano. La situación se complicó
aún más cuando la tregua de Carlos V con el Imperio Otomano saltó por los aires
al tomar el virrey de Sicilia la ciudad tunecina de Mahdia, que ocasionó la
toma de Trípoli por parte de los turcos. Una vez más, Carlos V tenía que hacer
frente a todos sus enemigos coaligados.
En marzo de 1552 estalló la rebelión, ante la
sorpresa de Carlos V que hasta ese momento no había sospechado nada. Enrique
II, con un ejército de 35.000 hombres, invadió Lorena y se apoderó de las
plazas de Mertz, Toul y Verdún. A los pocos días, Mauricio de Sajonia, al
frente de la Liga rebelde, levantó un ejército de 30.000 hombres que avanzó
sobre Augsburgo. Carlos V mientras tanto, se encontraba en Innsbruck, allí le
llegaron las noticias de la sublevación a mediados de marzo, pero el Emperador
se encontraba enfermo, con escasas tropas, sin dinero e indeciso sobre en quién
podía confiar. Su primera medida fue pedir ayuda a su hermano Fernando y acto
seguido solicitar dinero y hombres a Castilla.
Los rebeldes tomaron la ciudad imperial de
Augsburgo sin grandes problemas y acto seguido marcharon hacia el Tirol, a
Innsbruck, donde el Emperador estaba prácticamente indefenso. Carlos V mandó
enviados urgentes a Castilla en busca de ayuda, exigía un esfuerzo
extraordinario, el levantamiento general en armas del Reino para socorrerle en
aquellos duros momentos. Carlos V pedía a su hijo Felipe que reclutase 6.000
hombres y los enviara de forma urgente. Castilla respondió una vez más al
Emperador. Felipe requisó todo el dinero que encontró y envió a Carlos V medio
millón de ducados, al tiempo que la población clamaba venganza contra Francia y
se procedía al alistamiento masivo. Los grandes nobles del Reino, así como el
clero, movilizaron sus rentas y soldados y se aprestaron a socorrer a Carlos V.
En junio se habían recaudado unos dos millones de ducados y el duque de Alba
salió de España con 5.000 soldados además de numerosos nobles con sus
respectivos séquitos. El esfuerzo de España era aún más notable si se tiene en
cuenta que buena parte de sus fronteras estaban amenazadas por los otomanos.
El 18 de abril tuvo lugar un encuentro diplomático
en el que se trató de llegar a un acuerdo con los príncipes protestantes
rebeldes y alejarlos de la peligrosa alianza con Francia. Carlos V se mostró
dispuesto a liberar a Felipe de Hesse pero no a ceder un ápice en los asuntos
religiosos. Mauricio de Sajonia por su parte, se preparaba para marchar sobre
Innsbruck, al tiempo que el Rey de Romanos se mostró reacio a apoyar al
Emperador y le instaba a que llegase a un acuerdo con los rebeldes. El 19 de
mayo las tropas de Mauricio de Sajonia alcanzaron las cercanías de Innsbruck,
derrotando a las tropas imperiales que defendían los pasos de montaña. El
pánico cundió en el refugio imperial y Carlos V decidió huir acompañado de su
Corte. El día 27 de mayo Carlos V alcanzó la ciudad de Villach, en Carintia,
fuera ya del alcance de los sublevados, allí rehizo sus fuerzas mientras su
diplomacia trataba de alcanzar un acuerdo con los protestantes para alejarlos
de Francia.
Desde Villach, Carlos V levantó un nuevo ejército,
el objetivo: Francia. A la llamada del Emperador acuden 36.000 soldados
alemanes, 4.000 italianos, 6.000 caballos alemanes y otros 2.000 polacos.
Además, estaban los 5.000 hombres del duque de Alba. Con este ejército el
Emperador atravesó Baviera, donde se unieron nuevos efectivos, de tal forma que
ante Mertz el Emperador contaba con 64.000 soldados y 14.000 caballos al mando
del duque de Alba. Pero Carlos V no se encontraba en condiciones de ponerse al
frente de sus tropas, gravemente enfermo como se encontraba, por lo que tras
unos meses de cerco, finalmente el 1 de enero de 1553 se vio obligado a
abandonar Mertz sin conquistarla.
María
Tudor, reina de Inglaterra. Antonio Moro.
Tras las jornadas de Mertz, Carlos V buscó refugio
en Bruselas, donde temía un ataque masivo de sus enemigos. La situación del
Emperador era crítica ya que a su lamentable estado de salud se unía la certeza
de que tanto su hermano Fernando como el hijo de éste, Maximiliano, estaban
colaborando con Mauricio de Sajonia. En el verano de 1553 dos muertes inesperadas
dieron un vuelco a la situación. El 6 de julio falleció el rey inglés Eduardo
VI e inesperadamente se hizo con el trono María
Tudor, prima del Emperador. Poco después falleció en el campo de batalla
Mauricio de Sajonia. La muerte del ambicioso duque dejó a los príncipes
alemanes sin su máximo dirigente, por lo que la Liga se disolvió. Además, el
cambio en el trono de Inglaterra dejaba a Francia aislada y temerosa de una
posible alianza entre Carlos V y María Tudor. El Emperador, saliendo de la
depresión en la que se encontraba tras el fracaso de Mertz recuperó su
vitalidad y puso en marcha la diplomacia imperial para lograr un enlace matrimonial
entre María Tudor y su heredero, el príncipe Felipe.
En el invierno de 1553 los franceses tomaron la
plaza de Hesdin, lo que amenazaba tanto Flandes como las posesiones inglesas en
Calais. La respuesta imperial fue fulminante. El ejército, al mando del duque
de Saboya, Manuel
Filiberto, recuperó la plaza y expulsó a los franceses de la región.
El 6 de junio de 1554 Carlos V hizo testamento, en
parte por sus problemas de salud y en parte para dejarlo todo resuelto de cara
a la nueva campaña contra Enrique II. En el testamento, Carlos V renunció a la
alianza con la rama vienesa de la Casa de Austria, dolido por los
acontecimientos anteriores y ligó definitivamente los Países Bajos a España.
El 12 de abril de 1555 falleció en Tordesillas la
reina Juana, con lo que Carlos V se convertía en rey en solitario de todos los
territorios de la Monarquía Católica. Además, su hijo y heredero ya tenía edad
suficiente para gobernar, de hecho, ya era rey de Nápoles y Sicilia. En ese
momento, con la situación internacional relativamente en calma, el Emperador
decidió llevar a cabo una idea que llevaba tiempo rondándole, abdicar en su
hijo Felipe. Desde hacía algunos años, Carlos V había empezado a albergar la
idea de retirarse a descansar a algún lugar solitario en España, pero las
dificultades internacionales y los deseos de dejar todo resuelto antes de irse,
fueron retrasando esta decisión. En la decisión final tuvo una importancia
sustancial los acontecimientos de Mertz, donde el Emperador se dio cuenta de
que su presencia al frente de los ejércitos no sólo no era necesaria, sino que
podía llegar a impedir la victoria. En efecto, la lentitud con la que tuvo que
desplazarse el ejército imperial debido a la mala salud de Carlos V, había
facilitado la defensa de la fortaleza por parte de los franceses.
El Emperador llamó a Bruselas a los personajes más
relevantes de todos sus reinos, encabezados por su heredero. Allí, se organizó
una fastuosa ceremonia rodeada de todo el boato imperial. Sólo hubo una
ausencia notable, la de Fernando, el hermano del Emperador, lo que da muestra
de hasta que punto se habían enfriado las relaciones en los últimos años.
El 25 de octubre de 1555, en el palacio imperial de
Bruselas tuvo lugar la ceremonia. Carlos V entró ayudado por Guillermo de
Orange, el que posteriormente fue el principal enemigo de su hijo en los Países
Bajos. El Emperador vestía de negro riguroso, sólo adornado por el Toisón de
Oro. En un discurso solemne pronunciado en francés, Carlos V expuso ante los
congregados los motivos de su abdicación, la enfermedad, e hizo un repaso de
todos sus años de gobierno, con sus luces y sus sombras, las guerras y su
eterno anhelo de paz, los múltiples viajes y su lucha por la Cristiandad. El
discurso acabó en una emotiva despedida y en el anuncio de que en su retiro le
acompañarían sus dos hermanas, Leonor y María.
La jornada de 1555 era en sentido estricto la
renuncia de Carlos V a los Países Bajos. No fue hasta enero de 1556 cuando se
produjo formalmente la abdicación de Carlos V a las coronas de la Monarquía
Católica en favor de su hijo Felipe. Esto fue debido a que Carlos V permaneció
casi un año en los Países Bajos a la espera de que el clima fuera propicio para
navegar a España.
El 8 de agosto de 1556 Carlos V abandonó
definitivamente Bruselas rumbo a España. El viaje fue lento, de forma que hasta
el 15 de septiembre la comitiva no llegó a embarcar. En el puerto de Flesinga
cincuenta y seis barcos esperaban a Carlos V, que finalmente, el 17 de
septiembre se hizo a la mar. El 28 de septiembre se produjo el desembarco en
Laredo, donde no había nadie para esperarle. El 13 de octubre el cortejo llegó
a Burgos, donde Carlos V fue recibido finalmente por las autoridades. A su paso
por Valladolid, el Emperador pudo disfrutar de una de las últimas reuniones
familiares de su vida, allí conoció a su nieto Carlos,
del que no tuvo buena impresión. El 12 de noviembre Carlos V llegó a Jarandilla
(Cáceres), allí, en el castillo del conde de Oropesa, se hospedó hasta que las
obras de Yuste acabaron en febrero de 1557. En Jarandilla Carlos V estuvo
acompañado de uno de sus hijos naturales, Juan de Austria. Durante su estancia
en Jarandilla, tanto los nobles como el pueblo obsequiaban al Emperador con
envíos de comida, en esas fechas, el apetito de Carlos V estaba desbocado,
probablemente a causa de la diabetes, y lo que más agradecía era una mesa bien
repleta. Los excesos culinarios agravaron su vieja enfermedad, la gota, hasta
el punto de que en diciembre sufrió un fuerte ataque.
Juan de
Austria es presentado a su padre, Carlos V, retirado en Yuste. Rosales.
El 3 de febrero de 1557 Carlos V hizo su entrada en
Yuste, la que sería su morada definitiva. En 1542 Carlos V empezó a organizar
su retirada de la política, para ello creó una comisión que debía encontrar un
lugar junto a un monasterio y lo más aislado posible, el lugar elegido fue
Yuste, un rincón auténticamente paradisíaco. Allí, se construyó un modesto
palacio, semejante a las casonas de la nobleza italiana de la época, pero que
estaba ricamente adornado con tapices flamencos y blasonado con el águila imperial.
La vida de Carlos V en Yuste transcurrió entre la
oración, el descanso y el ocio. Fueron frecuentes las visitas de los nobles de
las cercanías, así como de los clérigos y algunas personalidades, no obstante,
la nota característica de estos años fue la tranquilidad y la soledad. Pero a
pesar de su retiro, Carlos V no se vio ajeno de los asuntos políticos de los
primeros años del reinado de Felipe II. A Yuste acudieron pronto correos
despachados por su hijo, que buscaba el consejo del experto Emperador.
Dos fueron los temas fundamentales de los que se
ocupó Carlos V desde Yuste: los asuntos familiares de Portugal y la complicada
situación internacional que se produjo tras la nueva alianza entre Roma y
Francia contra Felipe II. Las relaciones con Portugal se habían enfriado
después de que se rompiera el compromiso matrimonial del príncipe Felipe con la
princesa María, hija de Leonor, la hermana de Carlos V; ya que el heredero de
Carlos V acabó por casarse con la reina María Tudor. Las difíciles relaciones
entre la princesa portuguesa y su madre, acabaron con la salud de Leonor de
Austria, que falleció el 18 de febrero de 1558, poco después de entrevistarse
en Badajoz con la princesa María. Esto fue un duro golpe para la quebrantada
salud de Carlos V.
Monasterio
de Yuste (Cáceres).
Pese a encontrarse retirado en Yuste, Carlos V
continuaba siendo la cabeza indiscutible de la Casa de Austria, al menos de la
rama hispana. Así se evidenció cuando por motivo de la muerte del rey luso en
1557, la princesa Juana,
que en aquellos momentos había abandonado Portugal para convertirse en la
regente de Castilla en ausencia de Felipe II, quiso regresar a Portugal para
ocupar la regencia de su hijoSebastián,
apenas un niño. La regencia de Portugal estaba entonces en manos de la reina
Catalina de Austria, tal y como había dejado escrito en su testamento Juan
III y tal y como quería el pueblo luso. Carlos V invalidó la decisión
de su hija en apoyo de su hermana Catalina, al entender que eso era lo que más
convenía a los intereses de la Monarquía Católica. Otro problema ocupaba la
atención del Emperador en referencia a Portugal. La Casa de Avís estaba a punto
de extinguirse, ya que su único representante era el pequeño rey Sebastián,
cuya mala salud era notoria en toda Europa. Por ello, Carlos V contempló la
posibilidad de unir todos los reinos de la península aprovechando el estrecho
parentesco de su hijo Felipe II con el trono luso. El proyecto de Carlos V,
para el que hizo algunas importantes gestiones, pasaba por lograr el
reconocimiento del príncipe Carlos por parte de las Cortes portuguesas.
Finalmente este proyecto no llegó a realizarse, pero las gestiones de Carlos V
no cayeron en saco roto y la corona portuguesa acabó en manos de Felipe II.
Al poco de llegar a Jarandilla, Carlos V recibió noticias
de la alianza entre Enrique II de Francia y el papa Paulo IV.
Carlos V siguió con preocupación los acontecimientos internacionales e incluso
realizó algunas gestiones diplomáticas para prestar a poyo a su hijo si fuera
necesario. Hubo momentos en los que pareció que el Emperador iba a ponerse de
nuevo al frente de la situación y encabezar el ejército para invadir Francia,
no obstante, el éxito de San Quintín tranquilizó los ánimos y el Emperador
quedó a la espera de noticias sobre la evolución de la guerra.
Siempre que Felipe II se encontraba en una
situación comprometida, pedía consejo a su padre, y el retiro de éste en Yuste
no cambió la situación. Era frecuente que entre Valladolid y Yuste se cruzaran
las cartas en las que el Rey pedía consejo al Emperador. Uno de los episodios
más significativos de esta ayuda que Carlos V le proporcionaba a su hijo, fue
el hecho de que el Emperador lograra convencer a su hermana María
de Hungría de que regresara a los Países Bajos como gobernadora,
aunque lo consiguió después de muerto y María nunca llegó a los Países Bajos
pues falleció poco después de aceptar.
Ya en 1558 Carlos V tuvo noticia de los brotes
luteranos que se habían producido en Castilla y Andalucía. Esta noticia, unida
a los recientes fracasos de los ejércitos de su hijo, a las complicaciones de
la política internacional y a la muerte de Leonor de Austria, dañó
profundamente su debilitada salud. A finales de agosto Carlos V enfermó
gravemente, no de gota sino de paludismo. El 19 de septiembre, tras varias
semanas de delirios provocados por las altas fiebres, Carlos V recibió la
extremaunción. Finalmente, a las dos de la madrugada del 21 de septiembre de
1558, Carlos V, el único Emperador del Viejo y Nuevo Mundo, falleció.
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