miércoles, 7 de enero de 2015

Catalina de Aragón



Catalina de Aragón y Castilla, Reina de Inglaterra (1483-1536).
Princesa española y reina consorte de Inglaterra nacida en Alcalá de Henares (España) el 15 de diciembre de 1485 y fallecida en Kimbolton (Inglaterra) el 7 de enero de 1536.
Fue la quinta y última hija de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, quienes, dentro de su política exterior matrimonial destinada a aislar a Francia del concierto internacional, acordaron el enlace de Catalina con el heredero de la corona inglesa. Esta cuestión, después de algunos devenires de la vida, fue, en esencia, el factor al que debe su fama la princesa, como es su conexión directa con el cisma de la iglesia anglicana con Roma, acontecimiento al que, no conviene olvidarlo, la reina Catalina fue totalmente ajena y, en esta perspectiva, utilizada como pretexto para dirimir una contienda política que afectaba a la monarquía inglesa con el papado.

Primeros años y primera boda (1485-1503)
Aunque alcalaína de nacimiento, la infancia de Catalina transcurrió en el territorio granadino, puesto que allí fue traslada, junto al resto de la corte regia, debido a que la guerra de Granada vivía la última fase de la Reconquista, que finalizaría en 1492, tras lo cual, y hasta 1501, Catalina abandonó la que había sido su residencia en el campamento de Santa Fe para residir en Granada. Al igual que para el resto de sus hijos, los Reyes Católicos dispusieron para su hija una exquisita educación, bajo la admonición de su aya, doña Aldonza de la Vega, hermana de Lorenzo Suárez de Figueroa, conde de Feria, uno de los nobles más afines a la política regia de la época. Para su educación intelectual, Catalina contó con otros dos de los más estrechos colaboradores de los Reyes Católicos: fray Diego de Deza (educador de su hermano, el príncipe don Juan) y fray Hernando de Talavera, encargados de la enseñanza humanística y religiosa respectivamente.
Precisamente fue en este último año, 1501, cuando comenzaron las negociaciones matrimoniales entre los embajadores británicos enviados por Enrique VII y los Reyes Católicos, con el objeto del enlace entre Catalina y el primogénito de Enrique, Arturo, príncipe de Gales y, por ende, heredero del trono inglés. Las cláusulas matrimoniales establecieron una elevada cantidad de dote, así como una serie de disposiciones territoriales a favor de la princesa española, a cambio de que nunca se produjese, bajo ninguna circunstancia, una unión política de España con Inglaterra, por lo que Catalina y los Reyes Católicos debieron declinar los derechos de sucesión salvo si era de algún descendiente del matrimonio, a pesar de que el parlamento británico se reservaba el derecho de veto para preservar la integridad política de su reino. En esencia, el pacto matrimonial, con las lógicas matizaciones, fue uno de los precedentes más inmediatos de los acuerdos políticos conyugales de tanta profusión en la Edad Moderna.
Poco después de la firma, la princesa Catalina, acompañada de un gran séquito de donceles y damas de la corte, se desplazó hacia La Coruña para viajar, por vía marítima, a las islas británicas. El cortejo desembarcó en Plymouth en octubre de ese mismo año, y las fiestas y agasajos diversos ocuparon la vida de Inglaterra durante un período de doce meses. Finalmente, y con la tradicional abadía de Westminster como marco formal, el matrimonio se celebró el 2 de octubre de 1502. Apenas seis meses más tarde la felicidad de la pareja se truncó cruelmente, pues el príncipe Arturo, en quien tantas esperanzas y devociones cuasi mesiánicas (su propio nombre es el más claro ejemplo) se habían depositado, falleció en circunstancias difíciles de aclarar, por lo que Catalina, con apenas diecisiete años, quedó viuda. Casi sin tiempo de reaccionar, y para salvaguardar la integridad del reino, las piezas políticas comenzaron a moverse para concretar el enlace entre la princesa viuda y el nuevo heredero del trono, Enrique Tudor, el futuro Enrique VIII, a quien la muerte de su hermano mayor apartó de su primitivo destino (el arzobispado de Canterbury) para sentar en el trono inglés.
De la boda al inicio de las tensiones (1503-1530)
En principio, el enlace no parecía presentar mayores problemas, toda vez que en la propia familia de los Reyes Católicos existía un precedente ocurrido pocos años antes, el de la princesa Isabel (1470-1498), hermana de Catalina, casada primero (1490) con Miguel de Portugal (fallecido en 1491), heredero de Juan II, y, tras la muerte de éste (1497), con Manuel I, tío de su anterior marido y nuevo monarca luso. En el caso de Catalina, sin embargo, se veía obligada a casarse con un adolescente díscolo que, a sus escasos trece años, ya había dado muestras de una promiscuidad proverbial y una altanería insolente. A pesar de ello, el matrimonio fue oficialmente anunciado mediante la celebración de esponsales al año siguiente de la muerte del príncipe Arturo, y celebrado solemnemente, previa dispensa papal por parte de Julio II del parentesco que unía a los cónyuges, en 1509, cuando Enrique ya era rey de Inglaterra. Aunque la dificultad de encontrar fuentes fidedignas referentes a la vida privada de la pareja es bastante notable, no parece que los primeros años de su matrimonio se caracterizasen por los enfrentamientos, a pesar del diferente carácter de la pareja: amante de las mujeres, de la caza y de las fiestas ostentosas, en el caso del monarca británico, y una ferviente espiritualidad religiosa conjugada con fuertes convicciones éticas, en el caso de la reina Catalina.
El contraste entre ambos puede resumirse, en definitiva, mediante la adopción de vidas separadas. Los reyes residían en el castillo de Windsor, pero prácticamente casi nunca coincidían en sus itinerarios, como, por ejemplo, en 1513, cuando Enrique VIII, llevado por sus ansias de expansión e imitación a las hazañas de la Guerra de los Cien Años, inició un viaje de cortesía a Francia con el solapado objetivo de ganar adeptos a una hipotética y futura intervención británica en el país continental, tradicional enemigo de Inglaterra. Ese mismo año, por el contrario, la reina Catalina lo pasó prácticamente viajando por todo el país, en calidad de regente, para dignificar su figura y, de paso, aumentar la popularidad de una monarquía no demasiado aclamada. A la vuelta de Enrique VIII, sin embargo, comenzaron los problemas, culminados principalmente por el primer encuentro del monarca (1522) con la mujer que había de precipitar los acontecimientos: Ana Bolena. Obsesionado de manera enfermiza por su belleza y juventud, Enrique, sus nobles cortesanos y sus agentes en el consejo real comenzaron a expandir toda clase de rumores contrarios a la reina Catalina. El primero de ellos, emitido aún antes del encuentro con Ana Bolena, fue uno de los más dolorosos para su esposa española: la incapacidad de concebir un hijo varón. En efecto, los pocos momentos en que los monarcas habían "convivido" no habían fructificado en un heredero, y el panorama no se mostraba tampoco demasiado halagüeño para la reina, que siempre había tenido dificultosos embarazos y partos, ya que de sus cinco hijas únicamente María Tudor, nacida en 1516, había conseguido sobrevivir a la infancia. Es bastante posible que la popularidad de la reina, así como los frenos que Lord Thomas Wolsey, arzobispo de York y ferviente católico, puso a esta campaña, se convirtiesen en los apoyos de la reina para calmar el primer envite, aunque tras la muerte del antaño gran colaborador de Enrique, Wolsey, dejó la cuestión en manos de varios nobles sin escrúpulos que se prestaron a la patraña regia merced a sus ansias de poder.
Los principales de estos agentes fueron Thomas Cromwell, antiguo miembro del séquito de Wolsey, y Thomas Cranmer, cuyo apoyo al divorcio le valió para ser elegido arzobispo de Canterbury en 1533. Al frente del consejo político y de los asuntos religiosos del reino, respectivamente, encabezaron la cruzada a favor del divorcio centrando la atención en dos asuntos: la edad de Catalina, así como sus antecedentes, la incapacitaban para tener más hijos (argumento esgrimido en el plano popular para debilitar a la reina); y la acusación de parentesco incestuoso de los cónyuges, argumento utilizado ante la Santa Sede con el objeto de declarar nulo el matrimonio. El primer intento tuvo lugar el 29 de mayo de 1529, en un tribunal en el que, además de Cromwell y Cranmer, también se encontraba el que, a la postre, fue el único apoyo de Catalina: Thomas More, por encima incluso del legado del papa Clemente VII, el cardenal Campeggio, nombrado supervisor del proceso. Durante el juicio, Catalina de Aragón mostró toda su entereza al negarse no ya a la farsa, sino a desacreditar la legitimidad del tribunal y sus competencias sobre el asunto, cuestión que únicamente debía ser juzgada por Dios. Los cuatro clérigos mostraron su sorpresa, aunque sólo el posteriormente canonizado Tomás Moro tomó clara conciencia del daño que, en nombre del mismo Dios, se iba a hacer sobre la reina.

El divorcio y el cisma de la iglesia anglicana (1530-1534)
Lejos de abandonar la idea del divorcio, Enrique VIII se aferró a nuevas pautas de comportamiento, tanto en el terreno privado como público. En el primero, no se recataba de declarar la bondad de su esposa Catalina, mas no como virtud sino como manera de denigrarla. En este sentido, confiaba el orondo monarca en que su cristiana piedad acabaría por hacerla entender que debía acatar los deseos de su marido, postura sumamente errónea. En el plano público, el rey Enrique comenzó una serie de consultas a las más prestigiosas facultades de Derecho canónico y Teología de Europa con objeto de saber, a ciencia cierta, cuál era la postura oficial de la ley ante su demanda de divorcio. Ni que decir tiene que la mayoría de las consultas se saldaron a su favor, principalmente por el peso que las dos grandes universidades inglesas, Oxford y Cambridge, tenían en el mundo intelectual del siglo XVI, lo que hacía posible que, además de no desagradar a su furibundo monarca, estudiantes y profesores de formación inglesa repartidos en toda Europa presionaran al estamento docente a su favor. Otro factor a tener en cuenta para la validación positiva de las otras universidades era que el papado romano, controlado a la sazón por el emperador Carlos V (sobrino de Catalina), comenzaba a ser asfixiante. En definitiva, Reforma y Contrarreforma comenzaban a jugar las primeras cartas de la partida religiosa que acaparó gran parte del siglo XVI, contexto político y sociológico en que el episodio del divorcio de Catalina de Aragón ha de ser enmarcado para su correcta observación.
Y, como es lógico pensar, fueron los ingleses, de la mano de Cranmer y Cromwell, los primeros en abrir el fuego. Dejando de lado todo el elenco de leyes previas por las cuales Enrique VIII, con la anuencia de todos los estamentos y al presentar la cuestión como un insulto a la soberanía británica, se tituló jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, la muerte de los dos únicos defensores de la reina Catalina precipitó los acontecimientos: William Warlam, arzobispo de Canterbury, falleció en 1533 y su puesto lo ocupó el propio Cranmer, lo que supuso un giro espectacular hacia el protestantismo y, por ende, contrario a los intereses de Catalina. Tomás Moro, por su parte, amigo y eficaz colaborador de Enrique VIII, intentó dimitir, pero fue ejecutado por orden directa del monarca. Eliminada la competencia y con todas las instituciones británicas, laicas y eclesiásticas, dominadas por afines a la obsesión del monarca, los dos últimos pasos se dieron sin apenas dificultad: el 25 de enero de 1533 Enrique VIII se casó con Ana Bolena, mientras que, un mes más tarde, un tribunal eclesiástico, reunido en Dunstable y presidido por Cranmer, declaraba nulo el matrimonio entre Catalina y Enrique por incompatibilidad de parentesco. La posterior amenaza de excomunión por parte del papado, así como las persecuciones a los partidarios de la reina y el adyacente cisma de la Iglesia anglicana, aunque acontecimientos vitales para la historia de Inglaterra y de Europa, ya no pertenecen al perfil biográfico de Catalina de Aragón, sin duda alguna el personaje más perjudicado por ellos y el único ajeno a un destino totalmente distinto para el que se había preparado.

Últimos años y valoración historiográfica
Abandonando el campo de la política exterior y de las luchas por el poder eclesiástico, parece éste el momento adecuado para sopesar, aunque sin pruebas documentales efectivas, el impacto personal de todas las circunstancias descritas. Los tres escasos años que Catalina sobrevivió al divorcio estuvieron marcados por el hundimiento y la penuria, además de por la vigilancia estrecha, cuasi prisión, de la reina en las fortalezas de Bedford, Buckden y, finalmente, Kimbolton, donde falleció en 1536. Aunque en verdad nunca abrigó especiales ansias de poder en su seno, se resistió con voluntad firme a dejar de usar el título de reina de Inglaterra, y lo llevó hasta su muerte con el objeto de preservar el destino de su hija y heredera, María Tudor, a quien nunca más volvió a ver, a pesar de las súplicas, desde su primer destierro en el castillo de Bedford. Tan sólo su educación exquisita, sus firmes creencias cristianas y su fuerza moral ante la injusticia contra ella cometida parecieron ser sus apoyos en los últimos quince años de su vida, caracterizados por la fuerte lucha contra todos los elementos a su alrededor. De igual manera, y en un somero repaso a su biografía, hay que destacar la total falta de apoyo para su causa entre los ingleses (salvo las excepciones comentadas, y tampoco demasiado fuertes) como, principalmente, entre su sobrino, el emperador Carlos. Ambos reinos parecían más ocupados en los acontecimientos brillantes, en la política exterior y en el refulgente brillo del Renacimiento que en prestar socorro a su reina, en el primer caso, o a su tía, en el segundo.

Dentro de las valoraciones historiográficas sobre su persona, la misma cuestión denunciada en el párrafo anterior puede servir también de colofón a los estudios que, sobre la época y la reina Catalina, han sido efectuados desde las dos escuelas historiográficas susceptibles de hacerlas, esto es, la británica y la española. La historiografía inglesa suele pasar de puntillas por su figura, y se centra, principalmente, en el enfrentamiento entre Enrique VIII y Tomás Moro, o bien en el propio cisma anglicano, una de las señas de identidad de su país. En el caso de la historiografía española, la nueva época marcada por el imperio de Carlos V, especialmente en las perspectivas económicas y políticas, parece haber olvidado el descortés e injusto episodio de la hija de los Reyes Católicos. Únicamente algunas pequeñas aportaciones procedentes de la historiografía de género han rescatado a Catalina de Aragón de un olvido historiográfico que, a la sazón, resulta una triste secuela del relegamiento que, por motivos políticos y religiosos, sufrió en vida.




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