Catalina de Aragón y Castilla, Reina de Inglaterra
(1483-1536).
Princesa española y
reina consorte de Inglaterra nacida en Alcalá de Henares (España) el 15 de
diciembre de 1485 y fallecida en Kimbolton (Inglaterra) el 7 de enero de 1536.
Fue la quinta y
última hija de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, quienes, dentro de su
política exterior matrimonial destinada a aislar a Francia del concierto
internacional, acordaron el enlace de Catalina con el heredero de la corona
inglesa. Esta cuestión, después de algunos devenires de la vida, fue, en
esencia, el factor al que debe su fama la princesa, como es su conexión directa
con el cisma de la iglesia anglicana con Roma, acontecimiento al que, no
conviene olvidarlo, la reina Catalina fue totalmente ajena y, en esta
perspectiva, utilizada como pretexto para dirimir una contienda política que
afectaba a la monarquía inglesa con el papado.
Aunque alcalaína de
nacimiento, la infancia de Catalina transcurrió en el territorio granadino,
puesto que allí fue traslada, junto al resto de la corte regia, debido a que la
guerra de Granada vivía la última fase de la Reconquista, que finalizaría en
1492, tras lo cual, y hasta 1501, Catalina abandonó la que había sido su
residencia en el campamento de Santa Fe para residir en Granada. Al igual que
para el resto de sus hijos, los Reyes Católicos dispusieron para su hija una
exquisita educación, bajo la admonición de su aya, doña Aldonza de la Vega,
hermana de Lorenzo Suárez de Figueroa, conde de Feria, uno de los nobles más
afines a la política regia de la época. Para su educación intelectual, Catalina
contó con otros dos de los más estrechos colaboradores de los Reyes Católicos:
fray Diego de Deza (educador de su hermano, el
príncipe don Juan) y fray Hernando de Talavera,
encargados de la enseñanza humanística y religiosa respectivamente.
Precisamente fue en
este último año, 1501, cuando comenzaron las negociaciones matrimoniales entre
los embajadores británicos enviados por Enrique VII y los Reyes Católicos, con el
objeto del enlace entre Catalina y el primogénito de Enrique, Arturo, príncipe
de Gales y, por ende, heredero del trono inglés. Las cláusulas matrimoniales
establecieron una elevada cantidad de dote, así como una serie de disposiciones
territoriales a favor de la princesa española, a cambio de que nunca se
produjese, bajo ninguna circunstancia, una unión política de España con
Inglaterra, por lo que Catalina y los Reyes Católicos debieron declinar los
derechos de sucesión salvo si era de algún descendiente del matrimonio, a pesar
de que el parlamento británico se reservaba el derecho de veto para preservar
la integridad política de su reino. En esencia, el pacto matrimonial, con las
lógicas matizaciones, fue uno de los precedentes más inmediatos de los acuerdos
políticos conyugales de tanta profusión en la Edad Moderna.
Poco después de la
firma, la princesa Catalina, acompañada de un gran séquito de donceles y damas
de la corte, se desplazó hacia La Coruña para viajar, por vía marítima, a las
islas británicas. El cortejo desembarcó en Plymouth en octubre de ese mismo
año, y las fiestas y agasajos diversos ocuparon la vida de Inglaterra durante
un período de doce meses. Finalmente, y con la tradicional abadía de
Westminster como marco formal, el matrimonio se celebró el 2 de octubre de
1502. Apenas seis meses más tarde la felicidad de la pareja se truncó
cruelmente, pues el príncipe Arturo, en quien tantas esperanzas y devociones
cuasi mesiánicas (su propio nombre es el más claro ejemplo) se habían
depositado, falleció en circunstancias difíciles de aclarar, por lo que
Catalina, con apenas diecisiete años, quedó viuda. Casi sin tiempo de
reaccionar, y para salvaguardar la integridad del reino, las piezas políticas
comenzaron a moverse para concretar el enlace entre la princesa viuda y el
nuevo heredero del trono, Enrique Tudor, el futuro Enrique VIII, a quien la
muerte de su hermano mayor apartó de su primitivo destino (el arzobispado de
Canterbury) para sentar en el trono inglés.
En principio, el
enlace no parecía presentar mayores problemas, toda vez que en la propia
familia de los Reyes Católicos existía un precedente ocurrido pocos años antes,
el de la princesa Isabel (1470-1498), hermana de Catalina, casada primero
(1490) con Miguel de Portugal (fallecido en 1491), heredero de Juan II, y, tras la
muerte de éste (1497), con Manuel I, tío de su
anterior marido y nuevo monarca luso. En el caso de Catalina, sin embargo, se
veía obligada a casarse con un adolescente díscolo que, a sus escasos trece
años, ya había dado muestras de una promiscuidad proverbial y una altanería
insolente. A pesar de ello, el matrimonio fue oficialmente anunciado mediante
la celebración de esponsales al año siguiente de la muerte del príncipe Arturo,
y celebrado solemnemente, previa dispensa papal por parte de Julio II del parentesco que unía a los
cónyuges, en 1509, cuando Enrique ya era rey de Inglaterra. Aunque la
dificultad de encontrar fuentes fidedignas referentes a la vida privada de la
pareja es bastante notable, no parece que los primeros años de su matrimonio se
caracterizasen por los enfrentamientos, a pesar del diferente carácter de la
pareja: amante de las mujeres, de la caza y de las fiestas ostentosas, en el
caso del monarca británico, y una ferviente espiritualidad religiosa conjugada
con fuertes convicciones éticas, en el caso de la reina Catalina.
El contraste entre
ambos puede resumirse, en definitiva, mediante la adopción de vidas separadas.
Los reyes residían en el castillo de Windsor, pero prácticamente casi nunca
coincidían en sus itinerarios, como, por ejemplo, en 1513, cuando Enrique VIII,
llevado por sus ansias de expansión e imitación a las hazañas de la Guerra de
los Cien Años, inició un viaje de cortesía a Francia con el solapado objetivo
de ganar adeptos a una hipotética y futura intervención británica en el país
continental, tradicional enemigo de Inglaterra. Ese mismo año, por el
contrario, la reina Catalina lo pasó prácticamente viajando por todo el país,
en calidad de regente, para dignificar su figura y, de paso, aumentar la
popularidad de una monarquía no demasiado aclamada. A la vuelta de Enrique
VIII, sin embargo, comenzaron los problemas, culminados principalmente por el
primer encuentro del monarca (1522) con la mujer que había de precipitar los
acontecimientos: Ana Bolena. Obsesionado
de manera enfermiza por su belleza y juventud, Enrique, sus nobles cortesanos y
sus agentes en el consejo real comenzaron a expandir toda clase de rumores
contrarios a la reina Catalina. El primero de ellos, emitido aún antes del
encuentro con Ana Bolena, fue uno de los más dolorosos para su esposa española:
la incapacidad de concebir un hijo varón. En efecto, los pocos momentos en que
los monarcas habían "convivido" no habían fructificado en un
heredero, y el panorama no se mostraba tampoco demasiado halagüeño para la
reina, que siempre había tenido dificultosos embarazos y partos, ya que de sus
cinco hijas únicamente María Tudor, nacida en
1516, había conseguido sobrevivir a la infancia. Es bastante posible que la
popularidad de la reina, así como los frenos que Lord Thomas Wolsey,
arzobispo de York y ferviente católico, puso a esta campaña, se convirtiesen en
los apoyos de la reina para calmar el primer envite, aunque tras la muerte del
antaño gran colaborador de Enrique, Wolsey, dejó la cuestión
en manos de varios nobles sin escrúpulos que se prestaron a la patraña regia
merced a sus ansias de poder.
Los principales de
estos agentes fueron Thomas Cromwell, antiguo
miembro del séquito de Wolsey, y Thomas Cranmer, cuyo
apoyo al divorcio le valió para ser elegido arzobispo de Canterbury en 1533. Al
frente del consejo político y de los asuntos religiosos del reino,
respectivamente, encabezaron la cruzada a favor del divorcio centrando la
atención en dos asuntos: la edad de Catalina, así como sus antecedentes, la
incapacitaban para tener más hijos (argumento esgrimido en el plano popular
para debilitar a la reina); y la acusación de parentesco incestuoso de los
cónyuges, argumento utilizado ante la Santa Sede con el objeto de declarar nulo
el matrimonio. El primer intento tuvo lugar el 29 de mayo de 1529, en un
tribunal en el que, además de Cromwell y Cranmer, también se encontraba el que,
a la postre, fue el único apoyo de Catalina: Thomas More, por encima
incluso del legado del papa Clemente VII, el
cardenal Campeggio, nombrado supervisor del proceso. Durante el juicio,
Catalina de Aragón mostró toda su entereza al negarse no ya a la farsa, sino a
desacreditar la legitimidad del tribunal y sus competencias sobre el asunto,
cuestión que únicamente debía ser juzgada por Dios. Los cuatro clérigos
mostraron su sorpresa, aunque sólo el posteriormente canonizado Tomás Moro tomó
clara conciencia del daño que, en nombre del mismo Dios, se iba a hacer sobre
la reina.
Lejos de abandonar la
idea del divorcio, Enrique VIII se aferró a nuevas pautas de comportamiento,
tanto en el terreno privado como público. En el primero, no se recataba de
declarar la bondad de su esposa Catalina, mas no como virtud sino como manera
de denigrarla. En este sentido, confiaba el orondo monarca en que su cristiana
piedad acabaría por hacerla entender que debía acatar los deseos de su marido,
postura sumamente errónea. En el plano público, el rey Enrique comenzó una
serie de consultas a las más prestigiosas facultades de Derecho canónico y
Teología de Europa con objeto de saber, a ciencia cierta, cuál era la postura
oficial de la ley ante su demanda de divorcio. Ni que decir tiene que la
mayoría de las consultas se saldaron a su favor, principalmente por el peso que
las dos grandes universidades inglesas, Oxford y Cambridge, tenían en el mundo
intelectual del siglo XVI, lo que hacía posible que, además de no desagradar a
su furibundo monarca, estudiantes y profesores de formación inglesa repartidos
en toda Europa presionaran al estamento docente a su favor. Otro factor a tener
en cuenta para la validación positiva de las otras universidades era que el
papado romano, controlado a la sazón por el emperador Carlos V (sobrino de Catalina), comenzaba
a ser asfixiante. En definitiva, Reforma y Contrarreforma comenzaban a jugar
las primeras cartas de la partida religiosa que acaparó gran parte del siglo
XVI, contexto político y sociológico en que el episodio del divorcio de
Catalina de Aragón ha de ser enmarcado para su correcta observación.
Y, como es lógico
pensar, fueron los ingleses, de la mano de Cranmer y Cromwell, los primeros en
abrir el fuego. Dejando de lado todo el elenco de leyes previas por las cuales
Enrique VIII, con la anuencia de todos los estamentos y al presentar la
cuestión como un insulto a la soberanía británica, se tituló jefe supremo de la
Iglesia de Inglaterra, la muerte de los dos únicos defensores de la reina
Catalina precipitó los acontecimientos: William Warlam, arzobispo de
Canterbury, falleció en 1533 y su puesto lo ocupó el propio Cranmer, lo que
supuso un giro espectacular hacia el protestantismo y, por ende, contrario a
los intereses de Catalina. Tomás Moro, por su parte, amigo y eficaz colaborador
de Enrique VIII, intentó dimitir, pero fue ejecutado por orden directa del
monarca. Eliminada la competencia y con todas las instituciones británicas,
laicas y eclesiásticas, dominadas por afines a la obsesión del monarca, los dos
últimos pasos se dieron sin apenas dificultad: el 25 de enero de 1533 Enrique
VIII se casó con Ana Bolena, mientras que, un mes más tarde, un tribunal
eclesiástico, reunido en Dunstable y presidido por Cranmer, declaraba nulo el
matrimonio entre Catalina y Enrique por incompatibilidad de parentesco. La
posterior amenaza de excomunión por parte del papado, así como las
persecuciones a los partidarios de la reina y el adyacente cisma de la Iglesia
anglicana, aunque acontecimientos vitales para la historia de Inglaterra y de Europa,
ya no pertenecen al perfil biográfico de Catalina de Aragón, sin duda alguna el
personaje más perjudicado por ellos y el único ajeno a un destino totalmente
distinto para el que se había preparado.
Abandonando el campo
de la política exterior y de las luchas por el poder eclesiástico, parece éste
el momento adecuado para sopesar, aunque sin pruebas documentales efectivas, el
impacto personal de todas las circunstancias descritas. Los tres escasos años
que Catalina sobrevivió al divorcio estuvieron marcados por el hundimiento y la
penuria, además de por la vigilancia estrecha, cuasi prisión, de la reina en
las fortalezas de Bedford, Buckden y, finalmente, Kimbolton, donde falleció en
1536. Aunque en verdad nunca abrigó especiales ansias de poder en su seno, se
resistió con voluntad firme a dejar de usar el título de reina de Inglaterra, y
lo llevó hasta su muerte con el objeto de preservar el destino de su hija y
heredera, María Tudor, a quien nunca más volvió a ver, a pesar de las súplicas,
desde su primer destierro en el castillo de Bedford. Tan sólo su educación
exquisita, sus firmes creencias cristianas y su fuerza moral ante la injusticia
contra ella cometida parecieron ser sus apoyos en los últimos quince años de su
vida, caracterizados por la fuerte lucha contra todos los elementos a su
alrededor. De igual manera, y en un somero repaso a su biografía, hay que
destacar la total falta de apoyo para su causa entre los ingleses (salvo las
excepciones comentadas, y tampoco demasiado fuertes) como, principalmente,
entre su sobrino, el emperador Carlos. Ambos reinos parecían más ocupados en
los acontecimientos brillantes, en la política exterior y en el refulgente
brillo del Renacimiento que en prestar socorro a su reina, en el primer caso, o
a su tía, en el segundo.
Dentro de las
valoraciones historiográficas sobre su persona, la misma cuestión denunciada en
el párrafo anterior puede servir también de colofón a los estudios que, sobre
la época y la reina Catalina, han sido efectuados desde las dos escuelas
historiográficas susceptibles de hacerlas, esto es, la británica y la española.
La historiografía inglesa suele pasar de puntillas por su figura, y se centra,
principalmente, en el enfrentamiento entre Enrique VIII y Tomás Moro, o bien en
el propio cisma anglicano, una de las señas de identidad de su país. En el caso
de la historiografía española, la nueva época marcada por el imperio de Carlos
V, especialmente en las perspectivas económicas y políticas, parece haber
olvidado el descortés e injusto episodio de la hija de los Reyes Católicos.
Únicamente algunas pequeñas aportaciones procedentes de la historiografía de
género han rescatado a Catalina de Aragón de un olvido historiográfico que, a
la sazón, resulta una triste secuela del relegamiento que, por motivos
políticos y religiosos, sufrió en vida.
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