lunes, 12 de enero de 2015

Enrique IV

Enrique IV. Rey de Castilla y León (1425-1474)
Rey de Castilla y León, apodado el Impotente, hijo de Juan II y de María de Aragón, hija del rey Juan II de Aragón, nacido en Valladolid, el 25 de enero del año 1425 y muerto en la villa de Madrid, el 11 de diciembre del año 1474. Su prolongado reinado (desde el año 1454 al 1474) estuvo marcado por su falta de cualidades como monarca y por la gran oposición que encontró dentro de las filas de la nobleza más poderosa de su reino, lo cual provocó un período abierto de guerras civiles, que contrastan claramente con el orden establecido por sus sucesores, los Reyes Católicos, circunstancia que ha contribuido poderosamente en lo mucho que ha sido desprestigiada su figura por la historiografía posterior.
Siendo aún príncipe de Asturias, el infante y heredero al trono, Enrique, comenzó a actuar activamente en la turbulenta y complicada política del reino castellano, siempre apoyado por su gran amigo y favorito don Juan Pacheco, marqués de Villena, favoreciendo con sus múltiples intrigas el desenlace fatal del todopoderoso valido de su padre, don Álvaro de Luna. El 23 de julio del año 1454, dos días después de la muerte de su padre Juan II, Enrique fue proclamado rey de Castilla y León en el monasterio vallisoletano de San Pablo. Por su edad ya avanzada (veintinueve años) y por la dilatada experiencia que atesoraba en cuestiones de gobierno, el inicio de su reinado fue saludado por todos los estamentos del reino con muy buenos ojos, que hacían recaer en sus espaldas las esperanzas del pueblo de que se pusiera fin al período de guerras y enfrentamientos acaecidos durante gran parte del reinado de su padre, que habían agotado casi en su totalidad al reino de Castilla y León.
Los primeros años del reinado de Enrique IV, reconocido en el trono por todos, se basó en el cumplimiento de cinco puntos básicos de gobierno: la consolidación de la plataforma económica del reino, en el sentido de reformar y controlar totalmente el cobro de rentas, tanto para el beneficio del propio reino como para la hacienda privada del monarca; la reconciliación con la nobleza, punto crucial si quería reinar en concordia con los demás estamentos del reino, para lo que Enrique IV necesitaba con urgencia tapar la brecha que su padre había abierto entre el trono y la clase aristocrática; asegurar y aumentar el control de la monarquía sobre las Cortes, y por extensión, sobre las ciudades y municipios englobados dentro del señorío regio; la paz con los reinos cristianos vecinos, y especialmente con Portugal y Francia, amistades primordiales para contrarrestar la excesiva influencia aragonesa en Castilla; y, por último, el reinicio de la guerra contra la Granada nazarí, proyecto más ambicioso y entusiasta del nuevo monarca, pero que a la vez fue el que primero levantó serias protestas y la más generalizada oposición.
En marzo del año 1455, Enrique IV convocó una de las contadas convocatorias de cortes, celebradas en Cuéllar, con el objeto de transmitir a los estamentos del reino el nuevo programa político de la corona, además de para recaudar los consiguientes impuestos. En esta primera reunión comenzó a destacar como figura relevante la persona del marqués de Villena, don Juan Pacheco, que aspiraba desempeñar en la corte del nuevo soberano el papel que don Álvaro de Luna había desempeñado en el reinado anterior. La ascendencia cada vez más preponderante del marqués hizo despertar serios recelos entre los miembros de la alta nobleza y de los grandes prelados de la Iglesia castellana, temerosos de que se produjera un nuevo intento por parte de la monarquía de erosionar sus prebendas y privilegios. Enrique IV, aunque era consciente de la necesidad que tenía del apoyo de la nobleza y de su consenso para con su política, siempre procuró rodearse de simples hidalgos, nobles de títulos medios y legalistas, conformando a su alrededor una corte totalmente predispuesta y fiel a su persona y a su acción de gobierno. De todos estos personajes, destacaron por su relevancia Miguel Lucas de Iranzo, condestable del reino, el converso don Diego Arias, como contador mayor del reino, y don Beltrán de la Cueva, su otro valido, una vez que se consumó la caída en desgracia y posterior traición del marqués de Villena.
Como se dijo antes, la proyectada guerra de Granada se convirtió en el primer y más adecuado caldo de cultivo para el desarrollo del nuevo y complejo germen opositor hacia el monarca. El mismo año de la celebración de las cortes de Cuéllar, Enrique IV llevó a cabo dos acciones militares contra Granada, en las cuales si bien se adjudicó la victoria de forma brillante, fue a costa de un enorme esfuerzo económico y humano debido a la táctica de “guerra de desgaste” impuesta por el monarca.
Tanto la nobleza como el alto clero castellano-leonés, encabezado por el primado de Toledo, el arzobispo Alfonso de Carrillo, acusaron al rey de malversación y uso indebido de los subsidios recibidos en las cortes de Cuéllar, a lo que se sumó los gravísimos cargos de inmoral e irreligioso. Nobleza, clero y ciudades (esquilmadas económicamente por parte del rey) empezaron a dar muestras fehacientes de descontento hacia la persona y actitud de Enrique IV, quien se había preocupado anteriormente el Consejo Real de nobles poderosos para colocar a sus partidarios y fieles colaboradores, siempre liderados por el ambicioso marqués de Villena, el único miembro de la alta nobleza auténticamente protegido por el rey. Contra el marqués de Villena y su grupo se dirigieron directamente los ataques posteriores de la oposición nobiliar hasta que éste abandonase el poder directo, en el año 1463.
En el año 1457, el marqués de Villena se hizo directamente con los asuntos directos del reino, dando comienzo una guerra abierta con la facción nobiliar liderada por el arzobispo Carrillo y el conde de Haro, entre otros. El marqués de Villena, en su esfuerzo permanente por mantenerse en lo más alto del poder, procuró durante el tiempo que estuvo en el gobierno desmontar la poderosa facción creada contra Enrique IV y, por consiguiente, contra su propia persona.
Los mecanismos utilizados por el marqués de Villena para neutralizar la oposición fueron múltiples. Uno de ellos fue forzar a Enrique IV a buscar una alianza aragonesa, concretamente con Juan de Navarra, hijo del monarca aragonés Alfonso V el Magnánimo, y futuro rey de Aragón. Ambos monarcas se entrevistaron entre las localidades de Corella y Alfaro en el año 1457, en el que firmaron un pacto de colaboración por el que Enrique IV dejó de apoyar al hijo de éste, Carlos de Viana, en sus pretensiones al trono navarro, mientras que Juan II se comprometió a no apoyar ni dar cobertura en su reino a cualquier posible liga o confederación nobiliar contra su persona.
Otro mecanismo defensivo practicado por el marqués de Villena fue la búsqueda y posterior obtención del respaldo papal. Tanto Calixto III como su sucesor, el culto papa Pío II, legalizaron la acción de gobierno de Enrique IV, y sobre todo, mediante sendas bulas, le autorizaron a distribuir los fondos del impuesto de cruzada como él quisiera, eliminando de ese modo las posibles quejas del partido nobiliario en cuanto a la distribución y gastos del impuesto.
La tercera vía que practicó el marqués de Villena fue hacerse con un equipo de personas adictas a su persona, como hiciera el rey, que le apoyasen en sus decisiones. La persona clave en su gobierno fue su hermano Pedro Girón, maestre de Calatrava, junto con los condes de Plasencia y de Alba, fieles siempre a la corona. Por último, otro argumento de la actuación del marqués de Villena para consolidar a Enrique IV y a él mismo en el poder, fue el incremento de su propio patrimonio, bien practicando la directa apropiación de las fortunas de los nobles rebeldes, bien gracias a la práctica de una política matrimonial bien planificada.
La reacción de la liga nobiliaria contra Enrique IV y su valido, cada vez más rico, prepotente y poderoso, no se hizo esperar. La adhesión a esta liga de Juan II de Navarra y Aragón dio más fuerza a la decidida oposición regia, cambiando totalmente de significado la evolución del reinado de Enrique IV. Juan II de Aragón fue proclamado rey de Aragón desde mediados del año 1458, por lo que rompió el pacto de amistad firmado con el monarca castellano, toda vez que ya no necesitaba de su apoyo una vez que se vio seguro en el trono aragonés para enfrentarse a las pretensiones de su hijo Carlos de Viana.
Enrique IV, tras su inicial arranque de protagonismo, se había dejado llevar por la política impuesta por su favorito, el marqués de Villana. Pero tras el espectacular protagonismo que iba aglutinando la liga nobiliar, decidió atacar de frente al movimiento opositor, circunstancia que frenó el marqués de Villena, quien a escondidas del rey entabló negociaciones secretas y ambiguas con los principales cabecillas de la liga nobiliar. Así pues, en agosto del año 1461, el marqués de Villena convenció a Enrique IV para que firmase una paz onerosa con la facción nobiliar, a la vez que se vio obligado a permitir el acceso al Consejo Real a relevantes personalidades de este partido rebelde. El año siguiente, 1462, significó un importante punto de inflexión en el reinado de Enrique IV. El deterioro del orden público y la ralentización de la justicia fueron un hecho más que evidente, con el consiguiente e irreversible declive de la monarquía representada por Enrique IV, coaccionado por la omnipresencia del Consejo Real, dominado tras el vejatorio pacto del año 1461.
Enrique IV contrajo segundas nupcias, en el año 1455, con doña Juana de Portugal, tras declararse nulo su anterior enlace con doña Blanca de Navarra. Del nuevo enlace nació una hija, en el año 1462, la infanta y heredera doña Juana (apodada como la Beltraneja) y que en un futuro sería la causa de la guerra civil por la cuestión sucesoria al trono. Enrique IV, más seguro de sus propias fuerzas, comenzó a distanciarse de sus colaboradores más directos, en concreto del marqués de Villena, por lo que buscó el apoyo de otros nobles, como los Mendoza y don Beltrán de la Cueva, quien ocupó el puesto vacante dejado por el marqués de Villena, tras la pérdida de confianza del rey a raíz de la cuestión catalana. Beltrán de la Cueva y Pedro González de Mendoza entraron a formar parte del Consejo Real, neutralizando la influencia de la facción proaragonesa.
Con la caída en desgracia del marqués de Villena, acaecida en el año 1464, y la entrega del poder a los Mendoza, Enrique IV desató nuevamente la guerra civil en Castilla y León. Es importante resaltar el hecho de que los nuevos partidarios del monarca en ese año eran los mismos que diez años antes conformaron el primer núcleo nobiliario de oposición al rey.
El 6 de mayo del mismo año, el defenestrado marqués de Villena, junto con Alfonso de Carrillo y su hermano Pedro Girón, invitaron al resto de nobles a constituir una nueva coalición contra el monarca para evitar, según sus propias palabras, que el hermanastro del rey, el infante don Alfonso, fuera asesinado por el propio rey.
El éxito de la llamada a la rebelión fue considerable, por lo que Enrique IV se vio obligado a negociar con los rebeldes, encabezados esta vez por su anterior servidor, el marqués de Villena, circunstancia que no hizo sino resquebrajar aún más la autoridad regia. Con el apoyo, otra vez, de Juan II de Aragón, la liga se reunió en asamblea, el 28 de septiembre de ese año, en la ciudad de Burgos, donde se nombró como príncipe heredero al infante Alfonso y se negó el reconocimiento de la hija del rey como heredera legítima al trono, a la que achacaron su paternidad al nuevo valido del rey, don Beltrán de la Cueva, en un claro intento por desprestigiar a Enrique IV y a su descendencia.
El rey castellano trató de arreglar el asunto concertando el matrimonio de su hija con su hermanastro, pero la liga nobiliar no aceptó la solución dada por el monarca castellano, revelando la proyección de un vasto programa político, basado principalmente en tres puntos: política de fuerza contra el ascenso en la corte de los conversos y judeoconversos que copaban todos los puestos de relevancia que según los nobles les correspondían a ellos por su linaje y estirpe, es decir, acometer con urgencia todo un plan de limpieza religiosa; respeto y defensa del status de los nobles; y, por último, libertad plena para las ciudades a la hora de la elección de sus propios procuradores en cortes. Las diferentes reivindicaciones de la liga fueron llevadas al papal y firmada por todos sus componentes más relevantes a mediados de mayo del año 1964, en la localidad castellana de Alcalá de Henares. Enrique IV, sumamente debilitada su posición política, acabó por claudicar ante las peticiones de la nobleza, reconociendo a su hermanastro Alfonso como príncipe heredero a la corona y permitiendo la celebración de una comisión compuesta por personas de ambos partidos, encargada de pacificar el reino. De la celebración salió la sentencia de Medina del Campo, firmada el 16 de enero de 1465, claramente desfavorable para Enrique IV.
Enrique IV, refugiado en Zamora, decidió combatir a los rebeldes, así que solicitó la ayuda portuguesa, acelerando las negociaciones matrimoniales entre Alfonso V de Portugal y su hermanastra, la princesa Isabel, con la que hasta el momento no había contado ningún miembro de la nobleza. La posterior anulación de la sentencia de Medina del Campo por parte de Enrique IV dio comienzo un nuevo capítulo de la guerra civil. Lentamente, los nobles más relevantes del reino, adheridos en un primer momento al bando real, fueron pasándose al bando nobiliar. Los rebeldes, en una ceremonia oprobiosa que tuvo lugar en las afueras de Ávila, el 5 de junio del año 1465, depusieron a Enrique IV, representado por un muñeco, y nombraron como nuevo monarca al infante don Alfonso. Entre los cabecillas nobles, aparte del intrigante y ambicioso marqués de Villena, se encontraban prácticamente todos los grandes linajes del reino, don Álvaro de Zúñiga, conde de Plasencia; don Alfonso Carrillo Albornoz, arzobispo de Toledo; don Rodrigo Pimentel, conde de Benavente; don Diego López de Zúñiga, y tantos otros. El espectáculo pasó a conocerse como la llamada “Farsa de Ávila”.
Pese a todo, Enrique IV pudo reaccionar gracias al apoyo de la Hermandad General y de algunos nobles poderosos adictos a su persona, como el linaje de los Mendoza y los Alba, lo cual permitió a Enrique IV levantar un ejército fiable que derrotó en varias ocasiones al ejército rebelde de los nobles, bastante disperso y descoordinado por los diferentes intereses de sus miembros. La cruenta guerra civil entre ambos hermanos y sus respectivos partidarios se prolongó tres años, hasta la providencial muerte del pretendiente don Alfonso, en julio del año 1468.
No obstante, los últimos años del reinado de Enrique IV estuvieron dominados por el problema sucesorio, anteriormente aludido. En el año 1468, mediante el Pacto de los Toros de Guisando, Enrique IV reconoció oficialmente a su hermana Isabel como heredera al trono, en claro perjuicio de los legítimos derechos de su hija doña Juana. Pero el matrimonio de Isabel con el príncipe heredero aragonés, Fernando, celebrado en Valladolid, en octubre del año 1469, disgustó enormemente a Enrique IV, que decidió anular lo pactado en Guisando, proclamando inmediatamente después como heredera a su hija doña Juana. El acto de reafirmamiento de los derechos sucesorios de su hija doña Juana entrañó, a su vez, la lógica anulación de todos los derechos de su hermana Isabel, así como el juramento público de Enrique IV y de Juana de Portugal sobre la legitimidad de su hija. La facción nobiliar, muy reforzada tras los múltiples enfrentamientos con la monarquía en los que se vio envuelta a lo largo de todo el siglo, se desinhibió por el momento del asunto dinástico, sin entrar en liza directa en defensa de uno u otro bando. Pero lo cierto es que, entre los años 1471 y 1473, tanto enriqueños como isabelinos se prepararon a conciencia para la irreversible guerra que se iba a producir sin remisión una vez que Enrique IV falleciese, circunstancia que se produjo el 11 de diciembre del año 1474. Tras la muerte del rey Enrique IV, el reino en su totalidad se vio envuelto nuevamente en una tremenda guerra sucesoria, entre Isabel y Fernando por una parte, y los partidarios de doña Juana “la Beltraneja” por otra.


 

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