viernes, 9 de enero de 2015

Juan II de Portugal

Juan II, Rey de Portugal (1455-1495).
Monarca portugués nacido en Lisboa el 5 de mayo de 1455 y muerto el 18 de octubre de 1495 en Alvor. Reinó desde 1481 hasta su muerte. Fue el iniciador en Portugal de una política monárquica fuertemente centralista, precedente del Estado moderno que alcanzaría su forma definida en el reinado de su sucesor, Manuel.
Hijo primogénito del rey Alfonso V y de su primera mujer, Isabel de Coimbra, fue asociado al poder desde muy joven. En 1464, al partir su padre hacia una campaña en Marruecos, Juan quedó al mando del gobierno como regente. En enero de 1471 casó en Lisboa con su prima Leonor, hija del duque de Viseu. En 1475, cuando su padre marchó a Castilla para defender los derechos sucesorios de su esposa, la princesa Juana, llamada la Beltraneja -hija de Enrique IV de Castilla-, Juan quedó encargado de la regencia. En enero del año siguiente se unió al ejército de su padre en la batalla de Toro, en la que los portugueses fueron derrotados por los castellanos del partido de la reina Isabel, con lo que concluyó de esta forma la guerra sucesoria castellana. Juan mantuvo la regencia mientras su padre viajaba a Francia para recabar el apoyo de Luis XI en sus pretensiones al trono castellano. En 1477 llegaron cartas a la corte portuguesa anunciando que Alfonso V había decidido tomar los hábitos y renunciar a la corona en favor de su hijo. Juan II fue aclamado rey en Satarem el 27 de septiembre de ese año. Sin embargo, unas semanas después Alfonso V regresó inesperadamente, invalidando su anterior abdicación. Aunque Juan no sería rey de derecho hasta la muerte de su padre en 1481, desde 1477 gobernó de hecho el reino, mientras Alfonso V permanecía retirado en un monasterio.
La política interior de Juan II estuvo orientada hacia el fortalecimiento del poder monárquico frente a las tendencias disgregadoras de la alta nobleza feudal y, especialmente, frente a la casa ducal de Braganza, cuyo poder significaba una constante amenaza para la corona. En 1483, Juan II acusó al duque Fernando, cabeza de los Braganza, de conspirar con Castilla en su contra y ordenó su ejecución y la confiscación de los inmensos bienes del linaje. Al año siguiente se descubrió una nueva conspiración, encabezada por el duque de Viseu, hermano de la reina Leonor, cuyo asesinato ordenó el rey. Los intentos del partido nobiliario rebelde para deponerle llevaron a Juan II a tomar duras medidas de represión durante 1484. La mayor parte de los cabecillas del bando nobiliario fueron condenados a muerte, al destierro y a la pérdida de sus bienes. La eliminación de la oposición nobiliaria permitió al rey afianzar el poder monárquico, muy debilitado durante el reinado de Alfonso V.
Juan II desarrolló una visión paternalista del poder, que puede considerarse precedente del moderno absolutismo monárquico. La divisa adoptada por el monarca -un pelícano, animal que simboliza el apego a la crianza de los hijos- evidencia esta característica de su actitud política. Su voluntad de fortalecer la institución monárquica en un sentido autoritario se manifestó asimismo en las escasas convocatorias a Cortes que realizó el monarca (Évora, 1481 y 1490; Satarem, 1482 y 1483), siempre motivadas por la necesidad de obtener subsidios o empréstitos de los representantes del reino. La posición de bisagra del reinado de Juan II entre la monarquía feudal medieval y la monarquía autoritaria moderna se evidencia asimismo en el hecho de que el rey mantuviera una corte itinerante -como era costumbre en el medievo- y, sin embargo, pasara largas temporadas en sus lugares predilectos (Évora, Santarem, Lisboa).
Uno de los principales desvelos del monarca fue la política exterior. Desde 1474, cuando era todavía regente, dirigió la expansión atlántica de Portugal, intentando en todo momento atajar la penetración castellana en aguas del golfo de Guinea. Heredero de la tradición aventurera del rey Enrique el Navegante, Juan II sufragó numerosos viajes exploratorios por la costa occidental africana, como el de Bartolomé Días, quien consiguió doblar el extremo sur de África, bautizado por el propio rey como Cabo de Buena Esperanza.
Su política atlántica se basó en la doctrina del mare clausum, el "mar cerrado" cuyo dominio pertenecía enteramente a Portugal. Esto provocó una continua tensión con la monarquía castellana, cuyas líneas de expansión se situaron, hasta fines del siglo XV, en abierta competencia con las de Portugal. Este conflicto dio lugar al Tratado de Toledo de 1489, por el que ambas monarquías aceptaron la partición del Atlántico en dos esferas de expansión separadas por el paralelo de las Canarias. A pesar de su carácter emprendedor, Juan II desestimó el proyecto que en 1484 le presentó Cristóbal Colón, quien pretendía alcanzar las Indias orientales por occidente. A su regreso a la Península después de su primer viaje a América, Colón se detuvo en la corte portuguesa para dar cuenta de su éxito y recriminar de forma indirecta a Juan II por la desconfianza que le había demostrado anteriormente. La apertura del horizonte de expansión hacia el oeste que supuso el descubrimiento del Nuevo Mundo llevó a la firma del Tratado de Tordesillas (1494), que supuso un importante triunfo diplomático para Juan II, al asegurarse Portugal la expansión por inmensos territorios de América del Sur (Brasil) y la hegemonía de la ruta hacia las Indias orientales por la costa africana.
Su política hacia los reinos cristianos occidentales estuvo igualmente determinada por sus intereses atlánticos. El principal objetivo del monarca en este ámbito fue fortalecer los lazos que unían a Portugal con los estados de su entorno, a fin de evitar conflictos exteriores que pudieran obstaculizar la expansión marítima portuguesa. Esta política incluyó también a Castilla, con cuya monarquía Juan II intentó estrechar lazos mediante la boda de su hijo, el infante Alfonso, con la princesa doña Isabel, primogénita de los Reyes Católicos. Este matrimonio, celebrado en Évora en 1491, hizo concebir esperanzas a Juan II de una futura unificación de las coronas ibéricas bajo la férula portuguesa. Pero el proyecto quedó truncado por la prematura desaparición del infante Alfonso.
La fase final de su reinado estuvo marcada por el problema sucesorio, que se convirtió en la preocupación principal del rey. De su matrimonio con doña Leonor nació en 1475 el infante Alfonso, en el que recayeron todas las esperanzas de perpetuación de la dinastía. El rey tuvo además un hijo ilegítimo, don Jorge, al que reconoció y dio una esmerada educación en la corte. Las expectativas de asegurar la sucesión legítima se vieron frustradas después de que, en 1483, la reina tuviera un aborto. Por ello, la muerte de Alfonso -causada por una caída del caballo- supuso un durísimo golpe para el rey. Éste sopesó la posibilidad de reconocer como heredero a su hijo ilegítimo, al que había hecho alejarse de la corte por no acrecentar la tensión que se desencadenó en sus relaciones con la reina después de la muerte del infante. Doña Leonor pretendía que la sucesión recayera en su hermano don Manuel, duque de Beja, a lo que el monarca se opuso en principio firmemente.
A la depresión que le produjo la muerte de su hijo se añadió desde 1494 el empeoramiento de la hidropesía que sufría. En septiembre de 1495 dictó testamento, por el cual nombró sucesor al duque de Beja. En sus voluntades finales ni siquiera hizo mención a la reina, de la que en ese momento vivía separado. Murió el 18 de octubre en Alvor, a la edad de cuarenta años, tras una terrible agonía, acompañado de su hijo don Jorge. Corrió el rumor -recogido por los cronistas- de que había sido envenenado, aunque esta idea ha sido desestimada por la moderna historiografía de su reinado.

Los hechos de Juan II fueron narrados en la Crónica del rey don Juan de Rui de Pina y en la Crónica de la vida del Cristianísimo rey don Juan de García de Resende, ambos contemporáneos del monarca. Según estos autores, Juan II fue un hombre de carácter severo y poco dado a la adulación, áspero de trato y más riguroso que piadoso. Fue, sin lugar a dudas, un hábil y pragmático político que antepuso la razón de estado a cualquier otra consideración. Los logros de su reinado en aras al fortalecimiento del poder monárquico y a la expansión marítima portuguesa le valieron el sobrenombre de el Perfecto.


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